Estamos marcados por el desprecio de los de arriba hacia los de
abajo y por el resentimiento de los de abajo hacia los de arriba.
Escupirle al agente su condición de “asalariado de mierda” no fue la
saludable arenga libertaria del que responde a los abusos policiales
perpetrados, por ejemplo, en un sistema autoritario, sino el mero
insulto de alguien que menosprecia a un individuo inferior.
Román Revueltas Retes
La infracción cometida por las tipas que agredieron a un policía en el barrio de Polanco se llama desacato a la autoridad,
o algo así. No es una falta grave, según parece. Lo que sí es
preocupante, por el contrario, es la facilidad con la que puedes, en
México, desconocer la potestad de la fuerza pública. Después de todo,
son ellos, los policías, los encargados de garantizar nuestra seguridad,
ni más ni menos, y de apuntalar el respeto a las leyes.
Nadie habla, sin embargo, de lo que verdaderamente subyace tras el
comportamiento de estas mujeres: no es solamente un flagrante desdén
hacia la figura de un representante legal del Estado; estamos hablando,
sobre todo, de la más incontestable manifestación del desprecio de clase en un país profundamente desigual (aparte de racista).
Nos cuesta trabajo hablar de estos temas porque la falacia de la
unidad nacional ha sido propagada machaconamente por una clase política
interesada en consagrar mitos y discursos demagógicos. Y, además, a
nosotros mismos nos cuesta reconocer ciertas verdades dolorosas. Pero el
gran drama de nuestro país, justamente, es la descomunal distancia que
separa a unos mexicanos de los otros: somos el territorio privilegiado
de las diferencias y, aunque nos pese admitirlo, no habitamos una casa común,
sino un espacio hecho de cotos que no se entremezclan jamás y que, por
lo tanto, no nos sirven para conformar una auténtica identidad nacional.
Estamos marcados, en esencia, por el desprecio de los de arriba hacia los de abajo y por el resentimiento
de los de abajo hacia los de arriba. Escupirle al agente su condición
de “asalariado de mierda”, entonces, no fue la saludable arenga
libertaria del que responde, por vez primera, a los abusos policiales
perpetrados, por ejemplo, en un sistema autoritario, sino el mero
insulto de alguien que menosprecia a un individuo inferior; tan
insignificante socialmente, de hecho, que ni el uniforme le otorga
“categoría”.
Por ello mismo es que no nos despiertan gran solidaridad los
muchachos de nuestras fuerzas armadas siendo que encarnan, en toda su
dimensión —y su grandeza, diría yo—, al pueblo de México, usado
el término en la acepción de “gente común y humilde” que nos ofrece el
diccionario: las diatribas contra el Ejército, a pesar de que sigue
siendo la institución más respetada de la República, no dejan de llevar
ese tufo de desestimación profunda que guardan aquellos que de ninguna
manera están dispuestos a identificarse con las clases bajas. Nuestro
Ejército, bajo sospecha permanente desde que el poder político lo
implicara en los sucesos de 1968, es el cuerpo más “popular” de la
nación. ¿Es, acaso, el más entrañable para todos los mexicanos?
No estoy tan seguro. Una vez más, estamos hablando de un país dividido
en clases sociales que no se reconocen entre sí.
La dignificación de los cuerpos policiacos —un asunto tan urgente,
por cierto, como para que al rector de la Universidad Nacional no le
parezca ya indigno el ofrecimiento de que sus estudiantes se incorporen a
la policía— pasa entonces por la instauración de una república de
iguales, de individuos que se sientan merecedores de los mismos
derechos, más allá de que lleven uniforme o de que desempeñen las
tareas más ingratas que pueda ofrecerles el mercado laboral.
La empresa, no hay que aclararlo siquiera, es colosal porque la
sociedad mexicana está marcada, de origen, por una desigualdad
prácticamente estructural, una disparidad hecha de diferencias,
digamos, raciales —el color de la piel, los rasgos de la cara o la
propia estatura—, educativas —la formación en una escuela pública en
oposición a los estudios en un centro de estudios privado, el dominio de
idiomas extranjeros, la obtención de un título universitario, la
carencia absoluta de habilidades orales o la imposibilidad de comprender
un texto escrito—, y sociales —la “cuna”, el nivel económico, las
relaciones con el poder, la capacidad de acceder a los privilegios, la
condena de la pobreza, la falta de oportunidades, etcétera—.
El combate a la desigualdad es —y seguirá siendo, durante años
enteros— la gran asignatura pendiente de este país. Mientras tanto,
muchos policías seguirán agachando la cabeza.
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