7 de septiembre de 2011

Pobreza de tiempo


La desigualdad de género en el uso del tiempo. Foto: Benjamín Flores


MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con el objetivo de difundir e intercambiar información e investigación de punta sobre uso del tiempo y economía del cuidado, ONU Mujeres, la Cepal, el INEGI y el Instituto Nacional de las Mujeres realizaron la semana pasada la reunión de trabajo “Políticas públicas, uso del tiempo y economía del cuidado. La importancia de las estadísticas nacionales”. A lo largo de dos días, expertos de varios países de América Latina expusieron los resultados de encuestas que exploran el uso del tiempo dentro de las familias, así como de investigaciones sobre aspectos básicos de la economía del cuidado.
La reunión inició con el INEGI dando el notición de que en nuestro país el trabajo no remunerado equivale al 22% del PIB. Este dato es parte de los resultados de la “cuenta satélite de trabajo no remunerado en México”, y el INEGI dio una explicación cuidadosa de la metodología que se usó para llegar a él. México es el primer país de América Latina en realizar esta contabilidad que, por cierto, era un compromiso que se venía arrastrando desde los acuerdos de la Conferencia de Beijing (1995).
Tal vez lo que más me impactó fue la información sobre la “pobreza de tiempo”. El tiempo es un indicador de bienestar, y este concepto que habla de su carencia marca la brecha de desigualdad en el uso del tiempo entre mujeres y hombres. Según el Inmujeres federal, en México el 41% de las mujeres tiene “pobreza de tiempo”. ¿Qué significa esto? Que las mujeres, en una proporción muchísimo mayor que los hombres, se dedican a las tareas del hogar y del cuidado de los seres vulnerables: niños, enfermos, discapacitados y ancianos, con una merma sustantiva del tiempo que podrían dedicar a sí mismas, al descanso, el ocio o la formación.
Desde siempre las mujeres se han hecho cargo de los cuidados, y ahora que han entrado masivamente a trabajos remunerados y actividades políticas, se ha creado un conflicto con los hombres por la distribución de responsabilidades en el hogar. No obstante los decisivos cambios que las mujeres han introducido con su ingreso al ámbito público, no ha habido un movimiento a la inversa, de participación masculina en el suministro de cuidados a niños, enfermos y ancianos en el ámbito privado. Se sigue pensando que lo “natural” es que las mujeres se hagan cargo de esta tarea, y muchas lo siguen haciendo en dobles y triples jornadas de trabajo.
Incluso, en parejas donde los hombres se hacen cargo también de los hijos, la repartición de tareas no es equitativa para nada. En la labor de criar hijos hay un cuidado activo y uno pasivo, y a veces el cuidado es una actividad primaria y en otras es secundaria. Para las madres la crianza es una actividad primaria, y éstas hacen más actividades dobles, más trabajo físico, con un horario más rígido y una responsabilidad mayor que la que tienen los padres. El cuidado de los padres se da dentro de una disponibilidad de tiempo menor, y casi siempre es una actividad secundaria, que no aligera a las madres de sus tareas de cuidado principal. Por eso las madres dedican muchísimo más tiempo al cuidado infantil, y de una manera que las limita para desempeñar otras funciones.
Aunque el cuidado infantil es una parte sustantiva de la economía del cuidado, no es la única. Todos los seres humanos necesitamos que nos cuiden desde que nacemos hasta la adolescencia, pero también cuando enfermamos y cuando entramos a la vejez. Por economía del cuidado se alude al conjunto de actividades, bienes y servicios (mercantiles y no mercantiles) que se utilizan para cuidar a los distintos integrantes de la familia. La definición de cuidado como “el servicio que mejora las capacidades humanas de quienes reciben cuidados” muestra tanto la complejidad que implica como la inmensa brecha que se registra en la situación actual. Hay un desequilibrio entre las necesidades de todo tipo de cuidados y lo que se hace. El hogar suele ser el espacio de cuidado por excelencia, y aunque existen servicios externos como las guarderías (que según el nivel socio-económico que se tenga pueden ser buenas o malas), no hay “guarderías” para ancianos.
En nuestro país, el hecho de que los hombres no se responsabilicen de este tipo de trabajo implica la dependencia económica de madres y esposas o la doble jornada de trabajo de las que sí lo hacen. Por eso el trabajo de cuidado es un poderoso componente de la “pobreza de tiempo”. La distribución de las responsabilidades relacionadas con el cuidado es, en sí misma, una cuestión de justicia, y el cuidado de los hijos, los enfermos y los viejos tiene un valor que trasciende a la familia privada y beneficia a la sociedad. De ahí la importancia de visibilizar el trabajo no remunerado que ahí hacen casi en su totalidad mujeres. El INEGI nos acaba de mostrar la contribución económica del trabajo “invisible” pero indispensable.
Alentar a los hombres a compartir equitativamente las tareas del cuidado implica cuestionar el mandato cultural de la masculinidad. Establecer licencias amplias de paternidad es una vía para abrir nuevos rubros de responsabilidad. Si en otros países las políticas públicas han logrado transformar los hábitos masculinos en relación con el cuidado, ¿lo harán también en México?

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