Para nadie es un secreto que entre los grupos políticos del régimen y la
delincuencia organizada existen vínculos extraoficiales en los que resulta
difícil discernir quién está al servicio de quién o cuál de las partes vende
protección a la otra.
Por Pedro Miguel| La Jornada
Los elementos de juicio disponibles indican que hay una pieza rota en el
mecanismo de coordinación entre las distintas facciones políticas del régimen
oligárquico. El conflicto en curso entre ellas ha alcanzado una virulencia sin
precedente, particularmente por la manera mañosa con que la PGR ha venido
manejando las acusaciones por lavado de dinero en contra de Ricardo Anaya y por
las demagógicas declaraciones de éste, que reviró poniendo la mira sobre una
presa fácil: Enrique Peña Nieto, sujeto del justificado rencor de millones de
mexicanos y a quien muchos celebrarían ver sujeto a proceso por alguna o varias
de las numerosas tropelías perpetradas durante su administración. Semejante
respuesta podría granjear al panista algunas simpatías adicionales entre quienes
no conocen su trayectoria de íntima colaboración –que podría ser calificada de
complicidad– con el peñato, las reformas estructurales y la gigantesca
corrupción de este sexenio y el anterior, pero al mismo tiempo puede
incrementar la virulencia gubernamental en su contra y exacerbar el
resentimiento del calderonismo, agraviado por la manera en la que el panismo
controlado por Anaya cerró todas las puertas a una eventual candidatura
presidencial de Margarita Zavala.
El pleito
sería digno de chunga y hasta de celebración si los bandos involucrados se
caracterizaran por el respeto al marco legal, por su capacidad de dirimir sus
diferencias en forma estrictamente institucional y por su disposición a
permitir que la última palabra fuera dictada por el veredicto de las urnas.
Pero no es así. El priísmo tiene una marcada vocación por el quebrantamiento de
las leyes para reprimir y dar grandes mordidas al presupuesto y en los 12 años
en los que tuvo en las manos el gobierno federal el panismo –en sus diversas
corrientes– dejó sobrado testimonio de su rápido aprendizaje en materia de
ilegalidad, ya fuera por medio de fraudes electorales y uso partidista de
recursos públicos, uso faccioso de las instituciones de procuración de justicia
(el desafuero de Fox y el michoacanazo de Calderón, por ejemplo), modalidades
de saqueo del erario, elaboración legislativa de diversas formas de
encubrimiento y recursos a la violencia pura y dura: al foxismo se le hizo
fácil recurrir a la represión brutal en Lázaro Cárdenas, Atenco y Oaxaca;
Calderón no tuvo escrúpulos para ensangrentar al país en el intento de
conseguir alguna legitimidad y Peña Nieto tiene un largo historial que pasa por
Atenco, Iguala y Nochixtlán.
Por lo demás, para nadie es un secreto que entre los grupos políticos del régimen y la delincuencia organizada existen vínculos extraoficiales en los que resulta difícil discernir quién está al servicio de quién o cuál de las partes vende protección a la otra. De seguro las cosas no son tan simples como lo sugirió en forma malévola el despacho Strategic ForeCasting (Stratfor) en 2011, en pleno calderonato, en un mapa que representaba el predominio de los cárteles en México: el litoral que va de Tamaulipas a Yucatán aparecía pintada de rojo (Zetas) con manchas verdes (Golfo), la costa del Pacífico venía coloreada de azul (cártel de Sinaloa) y el centro de Michoacán, de amarillo (Familia y Templarios). Pero la descomposición institucional ha avanzado en forma alarmante en el país de 2006 a la fecha y hoy el país está sembrado de cacicazgos, bandas, grupos paramilitares y puntos rojos en los que, a escalas municipal, estatal o federal, la institucionalidad política formal ejerce el control territorial con o para la delincuencia.
En estas circunstancias no sería difícil que
las pugnas internas del prianismo derivaran, de no ser contenidas, en una
generalizada ley de la jungla, que es lo peor que podría pasarle al país
cuando, para colmo, tiene encima la beligerancia hostil y creciente de Donald
Trump.
En
este momento incierto la sociedad tiene ante sí dos tareas: encarecerle a todas
las facciones del régimen el uso de la violencia y hacerles ver la inviabilidad
política de cualquier intento de fraude electoral. Se debe recurrir a la
movilización pacífica para expresar el rechazo terminante a todo episodio de
violencia y a todo caso de impunidad y se requiere una ciudadanía bien
informada de los programas en juego, organizada para vigilar el proceso electoral
y segura de sus opciones políticas, sean las que sean.
Por Pedro
Miguel| La Jornada
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