Un cartel que muestra al centro a Porfirio Díaz
Una investigación detalla cómo el dictador mexicano aprovechó su poder
con sigilo para establecer su propia red empresarial
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México 19 OCT 2015 - 23:23 CEST
En una entrevista en 1908, tres años antes de ser derrocado,
el presidente de la República, Porfirio Díaz, le dijo al periodista James Creelman: “Muchos mexicanos
ignorantes piensan que su enemigo está al norte de nuestra frontera”, de donde
se puede deducir a) que don Porfirio consideraba a Estados Unidos un amigo de
México y b) que don Porfirio sabía, él mejor que nadie, que el enemigode los mexicanos no estaba al otro lado sino
dentro de sus fronteras.
Empresario y dictador. Los negocios de Porfirio Díaz (Editorial
RM) es una investigación sobre un aspecto insuficientemente hoyado del general
que gobernó México de 1876 a 1911: la manera en que aprovechó su poder para
enriquecerse, o cómo según impulsaba a su país hacia la modernidad capitalista
fue construyendo su propia red de inversiones e influencias. Anudando su tarea
historiográfica con la política de nuestros días, el autor, Jorge H. Jiménez,
critica que los historiadores hayan valorado la relación de Díaz con los
negocios como “un simple aval o respaldo a ciertas empresas […] antes que como
algo basado en un interés privado”; sostiene que hoy se vive “la emergencia
de una nueva admiración hacia el régimen porfiriano”, e interpreta que dicha revisión “encubre nuevos
embates a favor del autoritarismo, la elitización social y la dependencia
económica”, situando a Díaz como el padre de la corrupción institucionalizada y
poniendo en retrospectiva una polémica central de la contemporaneidad mexicana,
la doble faz —¿progreso y/o expolio?— de la apertura de riquezas a la inversión
extranjera, controversia que ha revivido con la actual liberalización de la
industria estatal del petróleo.
Según Jiménez, un motivo de que la vertiente empresarial del
dictador no haya salido tanto a la luz es que el autócrata “dominó el arte de ser sigiloso”. Así, amén de su carácter
antidemocrático, sus rasgos más divulgados han sido que le dio a México su
primera época de estabilidad desde la Independencia y que fue el factótum del
desarrollo: impulsó la industrialización, el ferrocarril, el sistema bancario y
el respeto del derecho de propiedad. Por el contrario, este estudio incide en
el envés latrocida del progreso porfirista, en el lucrativo rol del dictador y
en el pernicioso legado estructural de aquella fase: “En el frenesí de la
modernización Díaz y la élite hicieron del saqueo una institución perdurable”.
Anuncio del Banco Nacional de México de la época.
Dictador y
empresario, pues, “mientras expandía su poder y consolidaba a la élite, se
dedicaba a extraer un excedente para sí mismo, su familia y sus amigos”,
escribe Jiménez, que llegó a la temática de los negocios del presidente por vía
indirecta: estudiando el desarrollo urbano de la Ciudad de México durante el
régimen se le reveló una constante en los cientos de actas notariales de los
polvosos archivos mercantiles de la época, y esa constante era un nombre.
Porfirio Díaz.
Tirando del hilo, o
de las puntas del moustache del general, el
autor descubrió el amplio rango de sus empresas personales, “que abarcaron
aseguradoras, obras de ingeniería hidráulica, manejo de aguas para generar
energía, minería, agricultura y una sociedad de corretaje para realizar
actividades de intermediación de valores. Asimismo, incursionó en la producción
de objetos de arte, ornamentación y efigies de celebridades históricas de
bronce, elaboradas sobre todo por encargo de dependencias públicas”. También
explica que fue accionista de los tres bancos más importantes del país e hizo
de su hijo uno de los principales socios de los monopolios industriales de
dinamita, hule y petróleo.
Jiménez considera que el momento clave para la transformación
de Díaz en un presidente
de negocios fue su viaje de dos meses por Estados Unidos en 1884.
Si bien en el libro se advierte de que no consiguió todos los apoyos
financieros que esperaba, y que encima padeció el aguijoneo de The New York Times, comprobó en
sus encuentros con empresarios cuánto se podía aprender al otro lado de la
frontera norte. Sabidurías como, por ejemplo, la que aplicó en 1905 cuando su
gobierno adoptó el patrón oro, revaluándose las propiedades mineras del
presidente y devaluándose la moneda en un 50%. En ese momento ya se deslizaba
por la pendiente de la satrapía, manipulando a su gusto el Estado sin dar
señales de pensar en bajarse del trono. “El sistema legal legitimó las
reeleciones de un presidente que estableció una relación inquebrantable entre
la modernización, el sistema de gobierno y el dictador. Estas circunstancias
transformaron el país para beneficio de una minoría cada vez más pequeña que
nunca abrió una alternativa que permitiera cambiar las condiciones económicas,
educativas y sociales de la mayoría de la población”, afirma el investigador.
En 1911, Porfirio Díaz abandonó México y se exilió a Francia,
donde, después de cuatro años viviendo de su fortuna cómodamente, falleció en
París el hombre que sabía que los mexicanos no sabían quién era su enemigo.
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