Por Simón Itunberri
Superando los
prejuicios y el miedo mediante la empatía y el respeto a la dignidad humana.
Martha Nussbaum, nacida en Nueva York en 1947 y profesora de
la Universidad de Chicago, es una autora especializada en filosofía política y
ética. Entre otros muchos reconocimientos, recibió el Premio Príncipe de
Asturias de Ciencias Sociales en 2012.
El dominio del miedo
En este libro, subtitulado “Cómo superar la política del
miedo en una época de inseguridad”, analiza la forma en que el miedo al otro, al desconocido,
bloquea el abordaje racional de los problemas de convivencia. Como
ejemplos de ello, expone algunos fenómenos recientes de intolerancia hacia
colectivos religiosos en Europa y Estados Unidos, en especial hacia los
musulmanes. «El miedo se está acelerando y tenemos que tratar de comprenderlo y
de pensar en el mejor modo de atajarlo», dice la autora (pág. 39).
Según ella, el miedo parte de un problema real; «es fácilmente trasladable hacia un
destinatario que puede tener poco que ver con el problema subyacente, pero que
hace las veces de conveniente sustituto del mismo»; y «se
alimenta a partir de la noción de un enemigo que simula no serlo» (pág. 44).
El miedo activa dinámicas
de “cascada” «cuando las personas responden al
comportamiento de otras sumándose apresuradamente a ellas», bien por el
prestigio de estas, bien porque creen que aportan una información relevante.
Estas dinámicas explican por qué determinados colectivos son considerados
repugnantes por la sociedad, estigmatizados y en ocasiones “hiperanimalizados”.
Expone el caso de los judíos a principios del siglo XX, a quienes muchos,
influidos por teorías conspiratorias, llegaron a creer que los judíos «se
hacían pasar por personas normales y simpáticas, pero que, llegado el momento
(en un futuro no muy lejano), no dudarían en lanzárseles encima por sorpresa
para aniquilarlos» (pág. 62).
Similares sospechas a las que recaían sobre los judíos hace
cien años (y que ya sabemos en qué desembocaron) son las que recaen ahora sobre
otros colectivos, en especial los musulmanes que viven en Occidente. Nussbaum analiza fenómenos como la disparatada campaña de
islamofobia que tuvo lugar en Suiza con motivo del referéndum de 2009 sobre la
prohibición de construir minaretes, o el hecho de que al producirse los
atentados de Anders Breivik en Noruega en 2011, inicialmente, y sin apenas
disponer de datos, todos los medios se lanzaran a atribuírselos a “islamistas”,
cuando lo cierto es que habían sido cometidos por un islamófobo. El prejuicio
también explica que el FBI haya utilizado textos cargados de odio y
profundamente sesgados para formar a sus agentes de cara a la lucha contra el
“terrorismo islamista”. La autora concluye que «la sospecha y la desconfianza
que el mundo académico inspira en el FBI y que comenzaron ya en tiempos del
macartismo nunca han desaparecido en realidad» (pág. 80). Aun así, considera
que en Estados
Unidos se ha buscado más que en Europa «el desarrollo de regímenes
jurídico-legales que insistan en el trato equitativo a las
minorías e incluso en la acomodación de muchas de las prácticas de esas
minorías» (pág. 86).
Premisas básicas
El enfoque de Nussbaum parte de varias premisas: la igualdad
de todos los seres humanos «en tanto portadoras de una dignidad humana básica inalienable»
(por desgracia, algo no suficientemente asimilado en nuestra “civilización”);
el que «los gobiernos
no pueden vulnerar esa igualdad de dignidad»; y el que «la
facultad que permite a las personas buscar un sentido último a la vida (a la
que habitualmente llamamos “conciencia”) es una parte muy importante de los
individuos, que está estrechamente relacionada con su dignidad».
A estas premisas añade la de la vulnerabilidad; los antiguos
estoicos tenían un alto sentido de la dignidad como condición intrínseca de la
persona, pero pensaban que esta no podía ser dañada por ningún factor externo,
de ahí que por ejemplo no fueran capaces de demostrar argumentalmente la
perversidad ética de la esclavitud (pues en definitiva lo que importa es la
libertad interior de la persona). Pero para Nussbaum asumir la premisa de la
vulnerabilidad implica que haya que dar a las personas unas condiciones
materiales y ambientales que protejan su libertad de
práctica y expresión de sus creencias, lo cual promovería un modelo en el que
la libertad es amplia e igual para todos.
Sobre premisas de este tipo se erigió el sistema constitucional
estadounidense, que no se limitaba a la establecer una mera tolerancia
religiosa basándose en que «un grupo privilegiado tolera a
otro cuando consiente la presencia y actividad de este, pero reservándose el
poder de dejar de consentirlo si cambia de opinión»; sino que George Washington
y otros Padres Fundadores se decantaban más bien «por la idea de unos derechos
naturales inherentes e iguales para todos» (pág. 97).
Modelos lockeano y acomodacionista
Nussbaum identifica dos tradiciones respecto a estos asuntos:
una es la procedente de John
Locke, según la cual la libertad de conciencia requiere leyes que no penalicen
la fe y leyes que no discriminen entre prácticas similares.
Ahora bien, según este enfoque si una persona considera que su conciencia no le
permite obedecer determinada ley, hará bien en seguir el dictado de su
conciencia, pero tendrá que pagar la penalización legal correspondiente.
La autora, en cambio, se identifica más con la otra
tradición, la procedente de Roger Williams, que contempla la implantación de
una exención especial, denominada «acomodación», para el creyente de la fe
minoritaria. Se basa en la idea de que «las personas que
no comparten unos principios fundamentales en materia religiosa pueden
compartir de todos modos la virtud moral y ser ciudadanos de confianza» (pág.
102).
Ambas tradiciones no son opuestas entre sí, sino que «podemos
situarlas en un mismo continuo»; de ahí la dificultad que ha habido para
aplicar principios coherentes en situaciones diversas (Nussbaum analiza algunos
casos llevados ante el Tribunal Supremo de EEUU). Para ella «el principio
acomodacionista es superior al de Locke porque es aplicable a formas sutiles de
discriminación muy presentes en la vida de las democracias regidas por el
principio mayoritario» (pág. 116). Aun así reconoce que presenta algunos
problemas, como que la administración judicial de todas las posibles
excepciones al cumplimiento de leyes generales pueda resultar caótica, o que se
favorezca a quienes tienen motivos religiosos para incumplir algunas normas, y
se desfavorezca a quienes tienen otro tipo de motivos; de ahí que haya
académicos que busquen una definición
más amplia del concepto “conciencia” para incluir múltiples casos de conciencia
no religiosa.
La filósofa considera más acertado el modelo americano que el
europeo, porque Europa
de algún modo arrastra la tradición de que todos los países son o han sido
alguna vez Estados confesionales. Significativamente, incluye aquí el laicismo
francés, «que vendría a ser el encumbramiento de la irreligión
como postura oficial del Estado» (pág. 124).
La prohibición del burka
Nussbaum considera que toda sociedad tiende a practicar lo
que Jesús ilustraba con la imagen de que vemos la paja en el ojo ajeno y no la
viga en el nuestro. Esa idea está presente en el principio kantiano que incita
a preguntarnos si el fundamento de nuestra acción sería recomendable como ley
de aplicación universal para todo el mundo. A partir de estos planteamientos,
analiza las leyes que en algunos países europeos han prohibido que las mujeres lleven
burka en público, y desmonta los diversos argumentos que se han dado para
implantar esas leyes, que están dirigidas específicamente hacia
las mujeres musulmanas aplicando argumentos que no se aplican en casos
similares: por ejemplo, no se prohíbe cubrirse el rostro por protección ante el
frío o el calor, ni se prohíben otras expresiones públicas que degradan y cosifican
a la mujer (pornografía, publicidad…). Ella entiende que, efectivamente, el
sexismo «se combate por medio de la persuasión y el ejemplo, no eliminando la
libertad» (pág. 147). La clave es que «legalidad
no equivale a aprobación»; hay muchas cosas (como la tacañería,
la incivilidad, el narcisismo…) que todo el mundo deplora; pero no por ello
deben prohibirse, pues «en
el seno de la ley no cabe ni está contenida toda la moralidad»
(pág. 149).
Por otro lado, Nussbaum considera absurdo prohibir el burka por
motivos de seguridad: si un(a) terrorista quisiera cometer un
atentado, lo último que haría es ponerse un burka para llamar la atención.
Y rechaza
compararlo con prácticas como la mutilación genital femenina,
que deben estar prohibidas porque son lesivas e irreversibles. Respecto a
las limitaciones
físicas que implica el burka, ¿acaso deberíamos prohibir
también que se lleven zapatos de tacón alto, o que las personas se expongan al
sol durante mucho tiempo, o la cirugía plástica, por ejemplo? Y en cuanto a la
supuesta presión que la familia puede ejercer sobre las mujeres para que lleven
burka, ¿se deberá regular legalmente el chantaje emocional con el que algunos
padres someten a sus hijos para que sigan determinados estudios, por ejemplo?
«Si la gente piensa que las mujeres llevan burka únicamente porque las
presionan para vestir así, generemos entonces amplias oportunidades para ellas
y veamos qué optan por hacer» (pág. 160), propone ella.
Analizando los sesgos prejuiciados y los agravios
comparativos, la autora argumenta que se tiende a demonizar a ciertos colectivos porque
siguen pautas de sumisión a la autoridad, pero en cambio el Estado no sólo no
prohíbe, sino que promueve que los jóvenes ingresen en el ejército,
una institución basada en grado sumo en el autoritarismo.
Como prueba de la incoherencia aplicada en estos casos,
Nussbaum analiza cómo la
ley francesa que prohíbe «llevar ropa destinada a ocultar el rostro» contempla
diversas excepciones: razones de salud, motivos profesionales, prácticas
deportivas y «festivales o manifestaciones artísticas o tradicionales». Es
evidente que es una ley que «ha
tratado de incluir entre las excepciones todo posible motivo u ocasión para
taparse la cara… excepto el burka» (pág. 168). Choca en
especial la referencia a “manifestaciones tradicionales”, que incluiría por
ejemplo procesiones religiosas o carnavales (en los que parece que no hay miedo
a que esa ocultación de la identidad sirva para cometer crímenes). Se da la
paradoja de que con
esta ley el laicismo francés defiende la tradición como criterio de corrección
ético-legal.
La empatía como principio
Nussbaum considera que para que se respeten los derechos de
toda la sociedad, es necesario que todos desarrollemos la “mirada
mental”: mediante
el uso de la imaginación empática tendríamos que ponernos en el lugar de las
personas que son diferentes a nosotros y así comprender
cómo se sienten y por qué actúan como actúan. Eso no quiere decir que debamos
aprobar todas las conductas religiosas por igual; simplemente nos insta a que
«veamos al otro como una persona con unos objetivos humanos y a que entendamos
de manera más o menos aproximada cuáles son esos objetivos, para que apreciemos
qué puede ser una limitación a su conciencia y qué no, y si la conducta en
cuestión contraviene realmente algún interés estatal vital» (págs. 179-180).
La filósofa toma como modelo de imaginación empática la obra
de algunos autores que se esforzaron por comprender a las minorías y por
defender su dignidad. Uno es el inglés Roger Williams, fundador de la colonia
de Rhode Island en América del Norte en el siglo XVII. Williams aprendió la
lengua de los nativos, valoró las virtudes morales que como pueblo habían
desarrollado y, sin aprobar todas sus costumbres, defendió sus derechos y
dignidad, y enseñó a los colonos a relacionarse amistosamente con ellos.
Otros ejemplos de “mirada mental” son la obra teatral Nathan el sabio de
Gotthlod E. Lessing 1779, en la que el autor reivindica al pueblo judío, objeto
de todo tipo de bulos y discriminaciones en la historia de Europa; o la novela Daniel Deronda de la escritora inglesa George
Eliot, que contribuyó a que se contemplara con normalidad a los
judíos de Inglaterra; o los relatos
para niños de Marguerite de Angeli (1889-1987), cuyas
protagonistas son principalmente jóvenes de las minorías de Estados Unidos
(amish, menonitas, cuáqueras, afroamericanas…), y que han significado una
interesante aportación para superar el racismo y para que los colectivos con
costumbres diferentes sean vistos con respeto en el país.
La “mezquita de la Zona Cero”
Finalmente, Nussbaun dedica un extenso capítulo a analizar el
caso de Park51, el proyecto
de centro cultural multiconfesional impulsado por musulmanes (que
incluiría en sus instalaciones un espacio para el rezo islámico), a pocas
manzanas de la Zona Cero de Nueva York (donde se encontraban las tres torres
derribadas el 11-S de 2001). Sin dejar de señalar algunas de las torpezas
cometidas por los promotores al presentar el proyecto, Nussbaum explica cómo
ciertos sectores de extrema derecha, de los que se hicieron eco medios como Fox
News, realizaron una campaña basada en mentiras y tergiversaciones para evitar
que se construyera ese local, mentiras que la autora desmonta una a una.
La filósofa
analiza las diversas posiciones de políticos y periodistas al respecto. Destaca
el comportamiento equilibrado del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg,
quien no cedió ante quienes, invocando supuestas “ofensas a un espacio
sagrado”, querían suprimir el derecho a construir el centro; el presidente
Obama, en cambio, mostró una actitud oscilante que no contribuyó a que se
contemplara el asunto con la perspectiva adecuada. Algunos llegaron a decir que
hay personas (los musulmanes, se entiende) que no son dignas de los
“privilegios” de la Primera Enmienda (que garantiza la libertad religiosa).
Conclusión
Este libro de Martha Nussbaum es una destacada contribución
al respeto de las libertades de todos los individuos y colectivos de nuestras
sociedades, en especial de las minorías, sujetas a todo tipo de
simplificaciones y estigmatizaciones. La autora incluye aquí y allá algunas de
sus experiencias vitales, como niña criada por un padre protestante rigorista y
racista, y como conversa al judaísmo reformista en su edad adulta. Su enfoque filosófico y legal no
está basado en el simplismo relativista de algunos “progres”,
sino en la dignidad inalienable de todo ser humano, y también en la empatía como
clave fundamental para construir una sociedad en la que todos podemos convivir.
Las siguientes citas son una muestra de estos principios, que tanto nos
convendría aplicar:
«Al final,
todo autoconocimiento digno de llamarse así nos hace ver que las demás personas
son tan reales como nosotros mismos, y que en la vida de uno (o de una) no es
sólo la propia persona la que importa: lo importante de verdad es que esta
acepte el hecho de que comparte un mundo con otras, y que emprenda acciones encaminadas
a lograr el bien de otras personas» (pág. 15).
«Un defecto
humano frecuente es ver el mundo desde el punto de vista de las metas y los
objetivos de uno mismo, y tomarse la conducta de otros como una ofensa
personal» (p. 180).
«Una buena
amistad o convivencia casi nunca es acrítica y los amigos pueden muy bien
diferir en sus evaluaciones y discutir, incluso acaloradamente. Pero para
seguir siendo amigos, deben dar el primer paso, consistente en intentar ver la
situación desde el punto de vista del otro» (págs. 226).
«Ponernos a
nosotros mismos en la piel de otra persona no va a decirnos si esta tiene razón
o está actuando con justicia; sólo ligando la visión del mundo de esa persona
con un argumento ético general podremos hacernos tal juicio. Ahora bien, la
empatía sí consigue algo importante, que es mostrarnos la realidad del carácter
humano de otras personas a quienes, de otro modo, podríamos haber considerado
repugnantes o subhumanas, o meros seres extraños y amenazadores para nosotros»
(pág. 274).
«Nuestra
empatía debe ir dirigida especialmente hacia aquellas personas a las que
solemos mirar con una actitud cerril o inadecuada, y no sólo hacia quienes ya
conocemos y estimamos» (pág. 274).