24 de agosto de 2016

¿POR QUÉ LES FASCINA ITURBIDE? EL DEBATE SOBRE EL PADRE DE LA PATRIA


Por Pedro Salmerón Sanginés

Los pseudohistoriadores de la derecha, que desde las reformas educativas de 1992 y 1993 y, más aún, desde el triunfo electoral del PAN, combaten con feroz ahínco al molino de viento al que llaman “historia oficial” –sin ir nunca más allá de los textos de primaria-, han dedicado páginas y páginas a “desacralizar” a los “falsos héroes”.

Como “experto en la Independencia”, Villalpando parte de una falsa premisa: el feroz combate contra la historia oficial y la urgencia de “desacralizar” a los “héroes que nos dieron patria”. Considera que la historia está conformada por una serie de hechos dados, indiscutibles e incorruptibles, de lo que concluye que su visión de la historia es indiscutible e incorruptible (de ahí que confunda la crítica con “envidia”). Juzga la historia desde sus valores, ya descalificando con base en ellos, sin intención de comprender; ya trayendo al presente, totalmente fuera de contexto, aquellas frases o momentos que le convienen a su visión de la política mexicana actual (véase al respecto el excelente artículo de Roberto Breña, en que demuestra que la noción de la historia de Villalpando “es no solamente presentista y maniquea, sino también simplista y simplificadora”, Nexos, septiembre de 2009).

Villalpando, igual que el “historiador” favorito de la nueva clase política, Armando Fuentes Aguirre “Catón”, pertenece a una corriente de pensamiento empeñada en la “desacralización” y la “desmitificación” de la historia, el combate contra los molinos de viento llamados “historia oficial” e “historia de bronce”, y el uso político inmediato de la historia. No hablan de comprender, de valorar, de rescatar las ideas y los afanes de hombres como Hidalgo y Morelos o Zapata y Villa; no se les ocurriría mostrarlos como ejemplos de compromiso y dignidad. No, de lo que se trata es de “desacralizar”. Pero de desacralizar sin comprender, como los historiadores revisionistas de los años sesenta y setenta. En fin, además de “desacralizar” a los Hidalgo y los Zapata, parte sustantiva de la labor autoasumida por Villalpando consiste en establecer “de una vez la verdad de los hechos” para que la historia “haga justicia” a aquellos que la merecen, empezando, faltaba más, por don Agustín de Iturbide.

En uno de los últimos destellos de su luminoso cerebro, Carlos Monsiváis se preguntaba por las razones por las que Villalpando, “aficionado a la divulgación volandera de la historia”, se obstinaba -como Felipe Calderón, su jefe de hoy y alumno de ayer- en “rescatar” a Iturbide, para concluir en la ausencia de razones sólidas (El Universal, 30 de noviembre de 2008). Yo creía lo mismo: hace cuatro años, cuando el gobierno federal y sus acólitos hicieron todo lo posible porque el bicentenario del natalicio de Benito Juárez pasara sin pena ni gloria. Sin embargo, no es un mero ejercicio de nostalgia conservadora: “rescatar” a Iturbide tiene mar de fondo.

Pero antes de ir al “rescate” de Iturbide, detengámonos un momento en ese personaje representado tantas veces como su antípoda: Hidalgo. A Villalpando, Hidalgo parece costarle mucho trabajo. En su biografía del párroco de Dolores, el encargado o ex-encargado de los festejos del bicentenario se deshace en elogios del buen sacerdote, mostrándolo siempre como tal, como buen sacerdote. Villalpando se ha empeñado en “combatir” a quienes pretenden mostrar al dulce párroco como un hombre borracho, parrandero, jugador, enamorado y padre de varios hijos, todo lo cual, referido al padre Hidalgo, le parece sacrílego. Hidalgo es un buen sacerdote imbuido de una causa santa.

¡Ah!, pero de pronto el buen párroco es arrastrado por las circunstancias y poseído por un “frenesí libertario” que lo arroja a inenarrables excesos y terroríficas matanzas. No es Hidalgo el que les horroriza sino “la turba”, la “anárquica muchedumbre”, la “desordenada multitud que esa misma noche habría de convertirse en una horda sin control” (Catón, Hidalgo e Iturbide, p. 39). Odian en Hidalgo que haya caído bajo el terrible influjo de las masas: el 14 de abril de 2010, en una videoconferencia, Villalpando afirmó que “Hidalgo promovió el matar gente a diestra y siniestra, lo que explica las más de 22 mil muertes sufridas en el país desde 2006 a la fecha, como producto de la guerra contra el narcotráfico”. El Hidalgo sanguinario y criminal prefigura la criminalidad inherente al mexicano (Luis Hernández Navarro, La Jornada, 3 de agosto de 2010).

Es esto: la “canalla”, la “plebe” que saquea y se baña en la sangre de los españoles lo que asquea a los Catón y los Villalpando. El grueso de sus textos sobre Hidalgo se detiene en “los ríos de sangre” de “inocentes” y omite su proyecto revolucionario, continuado por Morelos. A ese tema, a los decretos de Hidalgo en Guadalajara, a su proyecto social, a sus ideas como caudillo revolucionario, Villalpando le dedica apenas dos párrafos (Miguel Hidalgo, pp. 99 y 123).

No llega a tanto, pero a veces, pareciera uno estar leyendo a Luis González de Alba, que afirma sobre Morelos, en una lectura de los Sentimientos de la Nación aún más presentista y descontextualizada que las de Villalpando: “¿A esa canalla intolerante y fanática estamos celebrando? Pues sí, porque seguimos padeciendo los mismos defectos, y por ellos seguimos hundidos en la pobreza” (Nexos, septiembre de 2009).

Hidalgo, pues, le resulta al menos incómodo a Villalpando, pero ¡qué epifanía se produce cuando aparece El Libertador!

Quisieron borrar su nombre de la historia y para ello decidieron acabar hasta con su recuerdo. No les bastó con extirparlo de los libros de texto, ni con arrancar las letras de oro que lo mencionaban en el Congreso de la Unión; tampoco fue suficiente ocultar la fecha de su mayor hazaña (Batallas, p. 72).

El Libertador. Dice “Catón”: A mí me sorprende mucho que hasta los más fervientes admiradores de Iturbide lo llamen “El consumador de nuestra Independencia” (…) Iturbide no es el consumador, sino su hacedor, su único, verdadero autor. A Iturbide le debemos la independencia, la libertad, el nombre de nuestra patria, su bandera (Catón, p. 573)

Villalpando asegura que Iturbide fue el autentico continuador de la obra de Hidalgo y el único que entendió la mejor parte, la espiritual de la lucha de aquel (Batallas, p. 67).

Catón, más sagaz, dice en cambio, y por una vez acierta, que no hay nexos entre el movimiento de Hidalgo y el de Iturbide. En efecto, como Luis Villoro, quien ha comprendido mejor que nadie el fondo de la revolución de Independencia dice –y fundamenta, donde Catón o Villalpando sólo argumentan sin presentar pruebas-:

El Plan de Iguala logra reunir a las élites criollas (El Ejército) El alto clero y los propietarios sostienen el movimiento con toda su fuerza económica y moral. La rebelión no propugna ninguna transformación esencial en el antiguo régimen. Por el contrario, reivindica las antiguas ideas frente a las innovaciones del liberalismo (…) El Plan de Iguala abole la Constitución con todas sus reformas, declara a la Católica religión de Estado, y establece que “el clero secular y regular será conservado con todos sus fueros y preeminencias”; lo que ratifica el Tratado de Córdoba.

La intención principal de Iturbide parece ser el evitar la transformación del orden antiguo en el sentido de las nuevas ideas. Es lo que expresa él mismo en sus Memorias cuando atribuye la Independencia al deseo de detener “el nuevo orden de cosas” (…) Todo persiste, por tanto, sin más cambio que el traspaso de manos de la administración colonial y la sustitución de su nombre público (Villoro, El proceso ideológico de la revolución de independencia, 1981, pp. 205-207).

Iturbide, uno de los encargados de ahogar en sangre la revolución social iniciada por Hidalgo y estructurada por Morelos y sus compañeros, dio un cuartelazo más o menos incruento para mantener sus fueros y prerrogativas a los grupos de privilegio. A ese cuartelazo, que llamamos “consumación de la Independencia”, siguieron 34 años de estancamiento económico, político y social, durante los cuales la república perdió la mitad de su territorio. Durante esas tres décadas y media, el país tuvo 24 titulares del poder ejecutivo, de los cuales trece fueron militares realistas, de familias acomodadas que pudieron pagar sus plazas de caballeros-cadetes en un ejército de casta; hombres que combatieron a Hidalgo, Morelos y Guerrero en el campo de batalla. De esos trece hombres (Iturbide, Negrete, Bustamante, Gómez Pedraza, Santa Anna, Barragán, Canalizo, Herrera, Paredes y Arrillaga, Salas, Anaya, Arista y Lombardini), dos estuvieron al frente del poder ejecutivo un total de trece años (Bustamante y Santa Anna). Otros cuatro “presidentes” fueron abogados y altos funcionarios realistas que en 1821, como aquellos militares, se adhirieron al Plan de Iguala (Bocanegra, Vélez, Corro y Peña y Peña).

La herencia de Iturbide son esos 34 años de estancamiento, de agonía (rotos por la generación de Juárez, a quien tanto odia Catón); la herencia de Iturbide la cobraron los ejércitos de Taylor y Scott en 1847; la herencia de Iturbide es un régimen reacio al cambio, en el que los actores políticos más importantes fueron la Iglesia, dueña de las conciencias y de la tierra productiva, y el Ejército, dueño del poder y del erario público. La herencia de Iturbide es el grito “¡Religión y fueros!” Quizá por eso les fascina Iturbide.

Por supuesto que esos desastres no se deben únicamente a la herencia de Iturbide, su defensa de la religión y los fueros, de los privilegios de los “hombres de bien”. De algún tiempo a esta parte los historiadores habíamos tratado de comprenderlo a él, a sus herederos y a su época. Nunca pensé que tendría que escribir en este tono. Pero, en este tono, recordemos lo que hay que celebrar: la utopía igualitaria de Hidalgo y Morelos, su profunda sensibilidad frente al hambre y el sufrimiento del pueblo, su enorme creatividad política; en este tono, conmemoremos las hazañas de Zapata y Villa, los caudillos surgidos de las clases populares que fueron capaces de proponer un país más justo y más humano, que llevaron sus propuestas a la práctica y que, derrotados, dieron la vida por ellas. El México que queremos es el de Morelos, el de Zapata, no, como quieren Villalpando y Catón, el de Iturbide y Calderón. 

CURRICULUM VITAE

Pedro Agustín Salmerón Sanginés

Resumen:

Es licenciado, maestro y doctor en historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Tiene estudios de posdoctorado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ha escrito seis libros y la introducción y edición de diez más; ha publicado 27 artículos académicos y capítulos en libros colectivos, además de numerosos textos y artículos de difusión sobre la historia y la historiografía de México en los siglos XIX y XX. Ha impartido más de un centenar conferencias en diversos foros y congresos y difundido sus trabajos históricos en programas de radio, revistas, artículos de periódico, documentales cinematográficos y guiones museográficos. En 2011 recibió el premio Jóvenes Científicos en el área de Humanidades de la Academia Mexicana de la Ciencia. Actualmente es profesor de tiempo completo del Instituto Tecnológico Autónomo de México, profesor de asignatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, articulista de La Jornada e investigador nacional nivel 1
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