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ESTA REALIDAD ABOMINABLE SE HA TRANSFORMADO COMO PARTE DE
NUESTRA COTIDIANIDAD.
Para las autoridades es muy normal que asesinen a niños, jóvenes, mujeres, adultos y personas de la tercera edad, porque la cultura de la muerte se ha arraigado en las entrañas de la vida pública. La violencia es el pan de cada día que consumimos con amargura y desesperación. La orfandad se torna más trágica con la actitud indolente de las autoridades y la complicidad rampante de quienes tienen la obligación de investigar y castigar a los responsables.
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Todo nuestro
respaldo a la Misión Civil de Observación,
conformada por
organismos no gubernamentales
nacionales e
internacionales
que visitarán
nuestro estado para documentar
violaciones graves
a los derechos humanos.
La imagen atroz de cuatro personas asesinadas el
pasado martes 12 de septiembre en la comunidad del Zapote, municipio de Coyuca
de Benítez, nos desquicia por el horror y por lo que representa esta escena, al
ver inertes a jóvenes abatidos con el tiro de gracia. La misma playera que
portaba uno de ellos llevaba el nombre de México salpicado de sangre.
Esta realidad
abominable se ha transformado como parte de nuestra cotidianidad. Para las
autoridades es muy normal que asesinen a niños, jóvenes, mujeres, adultos y
personas de la tercera edad, porque la cultura de la muerte se ha arraigado en
las entrañas de la vida pública. La violencia es el pan de cada día que
consumimos con amargura y desesperación. La orfandad se torna más trágica con
la actitud indolente de las autoridades y la complicidad rampante de quienes
tienen la obligación de investigar y castigar a los responsables.
La
institucionalidad gubernamental está ausente en las calles y colonias donde
gobierna la delincuencia. La ley simplemente es un recurso retórico que
utilizan las autoridades para justificar su inacción y repetir como simple
cliché “se castigará a los responsables con todo el peso de la ley”. Esta frase
hueca es la que retroalimenta la impunidad y envalentona a los grupos de la
delincuencia organizada. Las imágenes pulcras de los funcionarios, que se
esmeran en aparecer como personajes que se pasean por las pasarelas para
exhibir sus atuendos, contrastan con realidades que nos muestran con toda su
crudeza a las víctimas de la violencia.
El hastío nos ha
atrapado y resignado a vivir en el fatalismo. No se vislumbran posibilidades de
que los gobernantes puedan hacer algo para contener la violencia y permitir que
la población duerma tranquila. Son las familias y las mismas comunidades las que
tienen que soportar esta forma burda de gobernar y de tolerar la incapacidad de
los funcionarios.
El desfondamiento
del Sistema de Seguridad y de Justicia que ha dejado en total indefensión a la
población guerrerense, ha obligado a las comunidades indígenas y campesinas a
tomar el control de las instituciones de seguridad y se han erigido como los
guardianes de sus territorios. De nada han servido los operativos que desde el
2011 se implementaron en nuestro estado, teniendo como primera versión el operativo
“Guerrero Seguro”. Actualmente se mantiene el mismo esquema de militarizar el
estado con el anuncio de más operativos en las regiones convulsionadas por la
violencia, sin que la ciudadana o ciudadano se sientan más seguros.
El aumento de la
violencia criminal y de las violaciones a los derechos humanos demuestra que
las autoridades están fallando en sus funciones esenciales. Han dejado que los
grupos de la delincuencia adquieran más poder y se expandan sin ningún control
por las diferentes regiones del estado. Es inconcebible ver los patrullajes
ostentosos del ejército en los lugares donde tiene el control de la plaza
alguna célula del crimen organizado. En municipios como Chilapa el ejército
lleva más de dos años con la instalación de sus retenes en las entradas de la
ciudad, sin embargo la disputa entre las bandas de la delincuencia no ha
cejado, más bien se ha incrementado el número de asesinatos y la pelea ha sido
más encarnizada. La población considera infructuosa una presencia armada que
solo aterroriza a la gente y deja el campo libre a quienes se disputan el
trasiego de la droga.
En este escenario
del caos sobresale la descomposición del Sistema de Seguridad y Justicia
Estatal, prevalece el desánimo y el fatalismo en vastos sectores de la
sociedad. No se ve alguna luz en este caminar tenebroso; tampoco se restablece
la confianza en quienes están llamados a brindar seguridad. Impera el miedo, la
zozobra y el distanciamiento con las corporaciones policiales y el ejército.
Ante este pesado viacrucis de la violencia, las mismas comunidades han tenido
que tomar decisiones extremas al constatar la ineficacia de las fuerzas de
seguridad del estado y ser testigos de la colusión que existe con los jefes del
negocio de la droga.
Con la fuerza que
poseen como pueblos históricos que cuentan con una organización de base
cimentada en los acuerdos de la colectividad, han emergido en todos los lugares
del estado, la defensa comunitaria para hacer pública su decisión de defender
su vida y los derechos colectivos, teniendo como referencia el modelo exitoso
de la policía comunitaria que nació en octubre de 1995 en la comunidad Me’pháá
de el Rincón municipio de Malinaltepec.
Los pueblos
indígenas y campesinos de Guerrero se han asumido como sujetos de derechos, y
han ejercido su derecho a la autonomía. Cuentan con una organización social y
política que por siglos la practican como parte de su identidad y de su
historia. Tradicionalmente se han guiado por sus sistemas normativos cuyos
procedimientos y principios se orientan a garantizar la seguridad y la justicia
comunitaria. Desde este núcleo duro de la colectividad han podido librar un sin
número de batallas para hacer frente a las amenazas externas, ante la
proliferación de los grupos de la delincuencia organizada y la inacción de las
autoridades para enfrentarlos y desmantelar sus estructuras. En los últimos dos
años se han multiplicado modelos de seguridad comunitaria que expresan la
diversidad cultural y política que persiste entre las mismas comunidades
indígenas y campesinas y que dejan de manifiesto la pluralidad de experiencias
y de luchas que nos remiten a lo que ellos mismos han denominado como policía
comunitaria, policía ciudadana o policía rural.
Este fenómeno es
multicausal y tiene su origen en la profunda crisis que enfrenta el estado ante
el colapso de sus instituciones de seguridad. El proyecto histórico de la
policía comunitaria es la raíz de todos los procesos organizativos relacionados
con su autodefensa e implementación de su sistema de justicia comunitaria. La
génesis de este modelo responde a las amenazas externas que enfrenta la
comunidad y que no encuentra el respaldo ni la protección de las autoridades.
Su organización es para dar respuestas desde la perspectiva de los derechos
colectivos a un problema que pone en riesgo la vida y la convivencia pacífica
de los pobladores.
Las mismas
encuestas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) están
mostrando que entre la ciudadanía hay mucho miedo, que nadie se siente
tranquilo en su ciudad y que prefiere mantenerse en su domicilio para evitar
cualquier agresión. Las comunidades indígenas y campesinas se han topado con
grupos que portan armas y que cometen delitos graves como secuestros,
extorsiones y asesinatos. Saben que las autoridades municipales y que las
corporaciones policiales no van a salir en su defensa, tampoco se interesan en
desarmarlos ni detenerlos. Dejan que pululen libremente y más bien hacen
alianzas para esquilmar el precario patrimonio de las familias que viven del
campo. Por eso, ya no hay comunidad en el estado que quiera pedir permiso a las
autoridades para garantizar su defensa como pueblo. Son los acuerdos
comunitarios los que le dan fundamento a la conformación de sus grupos de
autodefensa que definen como policía comunitaria.
En este proceso de
creación de los grupos que se arman para salir al frente de las organizaciones
que delinquen, hay diferentes motivaciones que explican su surgimiento. La
mayoría de ellas son legítimas y nacen de una preocupación genuina. Se organizan
para contener la avalancha delincuencial. Sin embargo en este ambiente de
descomposición tanto de las instituciones del estado como de la misma sociedad
que se ha contaminado de la influencia que ejercen las organizaciones
delincuenciales, han aparecido grupos de civiles armados que se han
autodenominado policías comunitarios que no necesariamente nacen del seno de
una asamblea, ni responden a una amenaza inminente de algún grupo
delincuencial. Más bien se crean a iniciativa de personajes que tienen intereses
económicos basados en actividades ilícitas. Son ellos quienes promueven la
creación de estos grupos comprando los atuendos de las policías comunitarias y
otorgándole armamento de grueso calibre. Por lo mismo se trata de utilizar una
figura legal y legítima que está enraizada en la vida de las comunidades
indígenas y campesinas pero ahora su apropiación está siendo utilizada por
agentes privados y públicos que con dinero mal habido se dan el lujo de formar
sus propios grupos armados autodenominándolo como policía comunitaria.
La experiencia
exitosa de la policía comunitaria y su arraigo en las regiones donde se
encuentran las Casas de Justicia comunitarias creadas expresamente para velar
por la seguridad de la población y aplicar justicia, ha sido un modelo que han
replicado otras organizaciones que se moldean de acuerdo a sus necesidades más
urgentes. A lo largo de los años se ha podido documentar que existen varias
expresiones de la policía comunitaria que se desprendieron del proyecto
histórico como las que se encuentran ubicadas en la Costa – Montaña, en la
Cañada, Zona Centro y Costa Chica.
Hay otra vertiente
que responde más al modelo de autodefensas porque su estructura está centrada
en la conformación de grupos de policías sin que estén avalados por asambleas
comunitarias y regionales. Tampoco cuenta con una estructura de autoridades que
ejercen la función de aplicadores de justicia dentro de su misma comunidad como
serían las o los coordinadores de la misma Coordinadora Regional de Autoridades
Comunitarias (CRAC-PC). En esta corriente se encuadra mejor la Unión de Pueblos
y Organizaciones de Estado de Guerrero (UPOEG) y el Frente Unido para la
Seguridad y el Desarrollo del Estado de Guerrero (FUSDEG).
Actualmente la
proliferación de estas experiencias aunado con las diferencias y divisiones que
mantienen está diversidad de grupos, ha permitido que el modelo de la policía
comunitaria se desacredite y se deteriore, dando pie para que las mismas
autoridades del estado se encarguen de confundir a la población y descalificar
un sistema de seguridad reconocido por las leyes internacionales y respaldado
legítimamente por los sistemas normativos de los pueblos indígenas.
En este ámbito la
CRAC-PC ha emprendido un camino novedoso estableciendo un diálogo plural y
respetuoso con algunas fracciones parlamentarias para abonar en una propuesta
legislativa que logre incorporar al marco constitucional de nuestro estado. Es
un esfuerzo valioso que nace de un interés genuino de contar con un instrumento
jurídico que reconozca plenamente los derechos de los pueblos a su autonomía y
libre determinación. Es un importante respaldar la iniciativa de la CRAC-PC
enriquecida por otras organizaciones sociales y civiles para que pueda
aprobarse una reforma integral a la Constitución Política del estado Libre y
Soberano de Guerrero en materia de derechos indígenas y Afromexicanos. Esta
lucha se sigue dando en varias regiones. Los pueblos no cansan ni claudican en
la defensa de sus derechos, por eso en este domingo el Consejo de Comunidades
Damnificadas de la Montaña, la misma CRAC-PC, el Frente de Comunidades por la
Defensa de los Derechos Colectivos en la Montaña, realizaron un foro
intercomunitario en la comunidad de Plan de San Miguel, municipio de
Copanatoyac para difundir y defender su iniciativa popular de Ley Indígena. Es
claro que ante el desastre de la seguridad pública, la sociedad guerrerense no
tiene otra alternativa que la defensa comunitaria.
Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan
Foto: Sergio Ferrer
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