POR JUAN CARLOS ORTEGA PRADO , 21
SEPTIEMBRE, 2017
CIUDAD
DE MÉXICO (apro).- Les recuerdo algo: la escala sísmica de Richter y la de
magnitud de momento son logarítmicas y no lineales. Esto significa que un
terremoto de magnitud 8.1 libera alrededor de 32 veces más energía que uno de
7.1 (y no es sólo 10% u 15% más fuerte, como podría pensarse). Dicho de otro
modo: el 19 de septiembre pasado, un sismo con una magnitud de origen muchísimo
menor que el de 1985 derribó unos 40 edificios y mató a más de cien personas en
la Ciudad de México.
Esto se explica, en parte, porque el epicentro del reciente sismo fue muchísimo
más cercano que el 1985, lo que se tradujo en mayor intensidad. Pero no es el
único factor.
Otra
razón es que en 32 años no aprendimos lo suficiente (una insuficiencia que se
traduce en decenas de vidas). Una escuela y un taller textil se nos
derrumbaron; se siguieron dando permisos para construcciones de papel; se
permitió que gente viviera en edificios viejos y dañados (y gente decidió vivir
en edificios viejos y dañados); Protección Civil no hizo las revisiones
suficientes, las hizo mal o a nadie le importaron; nuestra conciencia y
capacidad de exigir tampoco avanzaron, y a nadie le interesó explicarnos la
diferencia entre magnitud, intensidad o aceleración local, así que hoy
descubrimos azorados que no estábamos en manos de la planeación y la
prevención, sino de la suerte o la dejadez, y que un terremoto “menor” que el
de 1985 puede tumbar la capital del país si, por ejemplo, el epicentro llega a
estar aún más cercano.
Los
atlas de riesgo no sirvieron para evitar la catástrofe; sólo nos indicaron
dónde tendríamos que buscar a los muertos: en los mismos lugares que hace tres
décadas. ¿Y por qué, por ejemplo, la delegación Cuauhtémoc rechazó el atlas
actualizado, alegando que no hacía falta?
Cuando estudié periodismo y revisé lo que se había escrito del terremoto del
85, me llamó la atención un hueco: apenas había reportajes sobre las sanciones
que habían recibido los empresarios que levantaron edificios de porquería;
apenas había textos sobre los castigos impuestos a los funcionarios que lo
permitieron. La razón era simple: nunca hubo tales castigos, nunca existieron
dichas sanciones.
Pero
entonces como hoy existen responsables que tienen nombre y apellido,
protectores y cómplices, intereses y fortunas. ¿Quiénes dieron los permisos de
construcción? ¿Quién no hizo su trabajo? ¿Por qué se cayeron escuelas,
supermercados y edificios de departamentos si por norma deben tener mucha mayor
resistencia a los sismos? ¿Por qué se cayó un puente en el Tecnológico de
Monterrey, si esa universidad está especializada en la formación de ingenieros?
En 32 años, ¿no tendríamos que habernos preparado para un temblor de mayor
magnitud, intensidad y unidades de aceleración incluso que el del 85, y no
estar penando por uno menor? ¿Por qué nuestra educación sísmica se sigue
basando en la escala Richter, tan superada? ¿Qué papel jugaron la
gentrificación y la burbuja inmobiliaria? ¿Cuál la ignorancia? ¿Qué
responsabilidad tenemos los ciudadanos? ¿Qué vamos a exigir ahora? ¿Y qué vamos
a hacer con nuestro presunto conocimiento al respecto, que descubrimos que es
más que inexacto?
En
medio de este océano de pasmos sobresale una verdad: el terremoto mató a pocas
personas; la impunidad y la incuria, a la inmensa mayoría. No era inevitable
que el terremoto dejara tantos daños.
No
faltará el politicastro que sugiera que, para el tamaño del sismo, 200 o 250
muertos fueron pocos; que culpe exclusivamente a la cercanía del epicentro por
los daños en la Ciudad de México; que se enorgullezca de la reacción oficial;
que –como el gobernador Graco Ramírez– quiera darle carpetazo al asunto y pasar
a otras cosas. Pero insisto: también es un hecho que un terremoto de una
magnitud de origen menor a la del 85 doblegó a la capital del país, que los
daños podrían haber sido muchísimo menores, que la inmensa mayoría de
rescatistas improvisados fueron ciudadanos (es decir, que el gobierno fue
superado, de nuevo), que de un universo de decenas de miles de edificios
“bastaron” 40 o 50 edificios derrumbados para ahogar la capacidad de nuestras
autoridades.
El
Estado falló. Su principal función es la de garantizar la seguridad y volvió a
incumplir. Y no nos engañemos: los ciudadanos no somos la prioridad de la clase
política.
Estamos
parados sobre un antiguo lago y una zona sísmica. También estamos parados sobre
la ignorancia y la impunidad. Pero también podemos pararnos sobre nuestros
propios pies, levantar el puño, gritar “¡Silencio!” y escuchar con atención de
dónde se resquebraja nuestro país.
—Con
información de Alba María Medina Marín, el geógrafo Andrés Prado, el ingeniero
civil Jocsan Badillo y los datos públicos del Servicio Sismológico
Nacional/Instituto de Geofísica de la UNAM.
*Este
artículo es una versión ampliada y actualizada del titulado originalmente “Diez
veces más débil que el de 1985…”
En
Twitter: @JCOrtegaPrado
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