18 de diciembre de 2017

¿LOCOS?

Tomado de Nexos
La locura no se puede encontrar en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad, ella no existe por fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan. —Michel Foucault

Mijal Schmidt

La historia de la enfermedad mental es la historia de la humanidad. Las definiciones de los llamados “trastornos mentales” cambian en función de aspectos que atraviesan la temporalidad y cuestionan el statu quo de las sociedades. Se construyen a partir del contexto y el momento histórico en curso, pero siempre con la mirada puesta en eso que es escandaloso y que lastima el orden común.

El ámbito “psi” ha sido y sigue siendo aplastado por el peso del estigma y la obscenidad. Si bien la actual consideración genética de la enfermedad mental aporta luz sobre una parte de su origen y “absuelve” de culpas al individuo, las diferentes disciplinas que estudian y trabajan el fenómeno tienden a simplificar en exceso estas muestras de sufrimiento humano. Y esto ha sido recurrente en todas las épocas. Uno de los problemas más acuciantes en la clínica de los “trastornos mentales” es su diagnóstico.

Ilustrciones: Kathia Recio

La dificultad en la determinación de los trastornos psiquiátricos —y de su tratamiento— tiene que ver con el hecho de que éstos no pueden ser reducidos a generalizaciones ni a causas unívocas. El ser humano es la conjunción de ámbitos que, al interrelacionarse, producen una configuración específica. Por ejemplo: aun y cuando haya predisponentes genéticos para la enfermedad mental se sabe que el ambiente de crianza será determinante, no sólo en la manifestación del conflicto psíquico, sino en las estrategias de afrontamiento que se eligen. Esto aumenta o reduce la gravedad y cronicidad del padecimiento.

En la antigüedad de Occidente se creía que la enfermedad mental era parte de un influjo demoniaco que incidía en todo aquel que rompía un tabú. Más tarde Hipócrates estableció que el desequilibrio de los líquidos del cuerpo, los “humores”, era el responsable de las enfermedades físicas y psíquicas, explicación que buscaba las causas dentro del organismo y no fuera de éste. En la Edad Media la “locura” se asoció a enfermedades de fenomenología llamativa como la epilepsia, y con algunas contagiosas, como la lepra. De ahí que quienes las padecían fueran excluidos socialmente, rompiendo con la apreciación mágica y mística que le caracterizaba a estas condiciones.

Durante el Renacimiento las manifestaciones de la enfermedad mental fueron entendidas nuevamente como la encarnación del mal. En algunas partes de Europa y América se asiló a los enfermos en hospitales, sin que esto implicara ejercer una terapéutica como tal. Al mismo tiempo, se desplazó la responsabilidad del cuidado de los pacientes, hasta ese momento depositada en la familia, a las instituciones públicas. Algo no funcionó del todo en este traspaso de responsabilidades, pues son los familiares y los conocidos quienes frecuentemente y en distintas épocas se han hecho cargo por completo de la rehabilitación de los pacientes.

A partir de los avances en el conocimiento de las estructuras cerebrales, en el siglo XVII, la idea de la enfermedad mental encontró asiento en el sistema nervioso central y al mismo tiempo empezó a ser objeto de propuestas terapéuticas formales, aunque todavía mezcladas con la moralidad. Gracias al médico francés Phillippe Pinel llegó la llamada “segunda revolución psiquiátrica” y las enfermedades de la mente se clasificaron en cuatro básicas, que acentuaban la idea de su origen hereditario y ambiental: manía, melancolía, idiocia y demencia. Los enfermos que hasta entonces resultó que vivían encadenados y en celdas rescataron algo de su dignidad.

El siglo XIX sería una época fundamental en la elaboración de teorías desde diversas escuelas de pensamiento. Éstas buscaban precisar la etiología de las enfermedades mentales y, a pesar de los escasos instrumentos para su demostración, en ese momento se creó el primer laboratorio de psicología experimental. El conocimiento sobre las estructuras del cerebro y la fisiología del sistema nervioso central –—hasta la primera descripción de la neurona— catapultaron las investigaciones del movimiento organicista, lo cual dio lugar al inicio de la psiquiatría hacia finales del siglo. Con la preocupación de comprender padecimientos que no encontraban cura apareció el psicoanálisis, que consideraba aspectos que iban más allá de lo orgánico y resaltaba que las motivaciones inconscientes daban origen al sufrimiento psíquico. En el siglo XX surge la psiquiatría heredera del degeneracionismo y el positivismo, nace la noción actual de locura y se empieza a elaborar una clasificación de las enfermedades mentales a partir de los estudios de caso de pacientes asilados en instituciones psiquiátricas.

A pesar de la actualización de los sistemas diagnósticos de los últimos 60 años, las enfermedades mentales se siguen estigmatizando, pues en su intento normativo se pierden los trazos que permiten diferenciar los modos de sufrimiento subjetivo. A su vez, esto ha con-vivido con un ánimo de aceptación absoluta de estas condiciones, so pretexto del progreso de la humanidad. El rango de inclusión de síntomas se ha ampliado de tal manera que aspectos como la gravedad, intensidad, duración e incapacitación han dejado de tener suficiente relevancia para proveer de atención a quienes verdaderamente la requieren (aquellos con síntomas más agudos). La generalización sintomática no sólo resulta burda sino peligrosa, ya que excluye la diferencia sutil que permitiría diseñar tratamientos a la medida de las personas y no de exigencias comerciales o de modas de enfermedades. En estos tiempos parece que todos cabemos en el criterio de algún padecimiento psíquico.
En todo caso, la psiquiatría ha desmentido su voluntad de control y deja en lugar de paranoica a cualquier duda sobre su método, argumentando, además, sus buenas intenciones y su ánimo científico. Hoy se olvida su empleo como una práctica eugenésica evidente en varias de sus intervenciones sociales a lo largo de las épocas; tantas de ellas soportadas por el poder político. Históricamente, la psiquiatría ha participado del control de la natalidad, de disidentes, de prisioneros de guerra y hasta en el encubrimiento de criminales para evitar a la justicia. También ha funcionado para justificar la “debilidad mental” de las mujeres y su incapacidad para ser incluidas en la fuerza laboral. En la época victoriana, por ejemplo, las mujeres que tenían comportamientos “extraños” (o simplemente una opinión política) eran motivo de encierro carcelario con el pretexto de tener una enfermedad mental.

Sin lugar a dudas el conocimiento científico en el campo ha avanzado gracias a la investigación rigurosa, metódica, comprobable y replicable; pero después de años de investigación y cantidades ingentes de dinero invertidas en encontrar las causas exactas de la enfermedad mental y los tratamientos más precisos para curarla, el éxito no ha sido redituable al esfuerzo. ¿Qué es, pues, lo que hace falta para entender a la enfermedad mental? ¿Es posible que la incertidumbre que le es inherente sea justamente la ficha en juego? Si es así, ¿es posible contar con ella en beneficio de los pacientes, o se seguirá desechando con la pretensión de hallar finalmente la piedra de toque?

Al día de hoy la medicina de los fenómenos mentales se mantiene en un nivel descriptivo. No ha podido encontrarse el origen certero de los padecimientos psiquiátricos ni se ha logrado establecer una relación causal entre ellos. Las enfermedades mentales se siguen desprendiendo comparativamente de lo que se asume como un estado de ser y comportarse que es ideal y que se identifica sólo a partir de una cierta estabilidad psíquica a lo largo del tiempo. En este sentido, la psiquiatría no puede sacudirse la herencia positivista de la que procede, a la que le debe cuentas y que, al parecer, se empeña en pagar.

Con el fin de contabilizar a los enfermos que se encontraban internos en instituciones estadunidenses se publicó en 1917 el Manual estadístico para el uso de las instituciones de los enfermos mentales, antecedente del actual Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (el DSM, por sus siglas en inglés) en donde se describen los padecimientos mentales y sus síntomas. Su objetivo era recoger las estadísticas de los hospitales y confrontarlas con 22 diagnósticos. Más adelante, el documento se refinó para dotar a la comunidad científica de un instrumento que normativizara el diagnóstico de la enfermedad mental. Las primeras versiones del DSM aparecieron en 1952 y 1968. Elaboradas para ayudar al clínico a reconocer signos de trastorno mental, servían como un pequeño texto de referencia para lo observado, aunque evidentemente sus descripciones iban cambiando con el tiempo. Así, la primera versión establecía, por ejemplo, que la homosexualidad era parte del diagnóstico del trastorno sociopático de la personalidad o que el autismo era una forma de esquizofrenia.

En 1980 siguió la tercera edición; se incrementó el número de páginas y también su popularidad. Pronto el DSM se convirtió en el estándar del diagnóstico usado mundialmente para cuestiones de la mente. El enfoque del previo DSM-II en realidad era de corte psicoanalítico, lo cual implicaba que éste consideraba a los conflictos inconscientes como el origen de la problemática mental, pero también que las “afectaciones mentales” no eran exclusivas de unos cuantos, sino que el padecimiento tenía más que ver con el grado de afectación producido en cualquier sujeto. Es decir, consideraba factores tanto cualitativos como cuantitativos para determinar la asignación de un diagnóstico. El DSM-III quería reducir los rasgos subjetivos, buscar validez y confiabilidad, por lo que decía basarse en la observación “objetiva” de signos y síntomas, y en la clasificación precisa en categorías descriptivas “inaugurando una nueva perspectiva a los trastornos mentales”.

En 1994 apareció la cuarta edición y en el 2000 su revisión; en ambas se amplió la clasificación y se volvió más metódica y puntillosa. Sin embargo, su más reciente versión, la quinta, publicada apenas en 2013, ha sido fuertemente criticada y desacreditada por amplios sectores de la comunidad psiquiátrica. Frances Allen, quien fue jefe de grupo de tareas del DSM-IV y del departamento de psiquiatría en la escuela de medicina de la Universidad de Duke, explica que su “pobre e inconsistente redacción” refleja la incoherencia y la calidad variable de las categorías diagnósticas que describe.

Los primeros dos manuales habían sido desarrollados por pequeños comités de investigadores pero, a partir de la tercera edición, participaron cada vez más profesionales, y en ésta y las que siguieron se especificaban diagnósticos que habían sido desarrollados muy recientemente. Los conflictos a partir de la elaboración del documento surgieron cuando se supo que algunas farmacéuticas habían dado grandes cantidades de dinero a los psiquiatras investigadores para que promocionaran sus medicamentos sin que éstos lo hubieran reportado a las instituciones a las que pertenecían. Además de esto, hubo casos en que los reportes e investigaciones fueron escritos por empresas y no por los propios psiquiatras, lo cual hizo evidente el conflicto de intereses que subyacía a la determinación —que sigue vigente— de una enfermedad y la asignación de un tratamiento farmacológico como la primera vía para tratarlo.

“Nuestra clasificación de los trastornos mentales no es más que una colección de constructos limitados y falibles que buscan, pero nunca encuentran, la verdad; a pesar de que por el momento ésta sea nuestra mejor manera de comunicarlos, tratarlos e investigarlos”, dice Frances Allen.

En términos generales, el diagnóstico actual es un procedimiento que aísla, separa y clasifica signos. Algunos son visibles y otros comunicados por los pacientes desde una perspectiva enteramente personal, en función de diversos factores como su tolerancia al dolor (que es muy distinta en cada cual), su historia de enfermedades, la gravedad y cronicidad del padecimiento, la cantidad de información que tenga al respecto, el nivel de sensibilización ante este tipo de padecimientos, entre muchas cosas.

Para evitar esta subjetividad en la descripción de síntomas, la disciplina médico-psiquiátrica agrupa variables en criterios diagnósticos que deben cumplir una cierta especificidad fenomenológica que, sin embargo, deja fuera rasgos que pudieran no ser tan llamativos o determinantes para el clínico pero que sí lo son para el paciente. Por ejemplo: el manual diagnóstico indicaría que para un episodio depresivo mayor se deben cumplir cinco o más de los síntomas que describe, durante un periodo de dos semanas. ¿Quiere esto decir que si el paciente reporta cuatro síntomas que implican un cambio significativo con respecto a su estado de ánimo previo, entonces no es posible diagnosticarlo? O que si el malestar es clínicamente significativo, pero menor a dos semanas, ¿habremos de esperar a que se ponga peor para intervenir? Suena absurdo, ¿no?

En general, los sistemas clasificatorios producen un modelo para pensar la clínica al tiempo que configuran el enfoque y entendimiento de aquellos fenómenos con los que tratan. La función de éstos en las enfermedades mentales es reducir el influjo de la subjetividad en la observación de los síntomas y, por ende, en la prescripción de la intervención. Así, su fin es describir de manera sucinta los padecimientos para identificarlos en los pacientes a partir de descripciones concretas. También resultan necesarios para establecer parámetros de comorbilidad (existen padecimientos o síntomas que se presentan frecuentemente juntos como la depresión y la ansiedad, o la pérdida de memoria producto de un trastorno psicótico o por demencia) y diagnósticos diferenciales (ubicar si se trata de un episodio depresivo mayor o un trastorno depresivo mayor) y, lo que es más, son un requisito indispensable en hospitales y clínicas del servicio público al momento de querer acceder a cualquier tipo de tratamiento. Finalmente, estos sistemas son el lenguaje común de la comunidad médica, psiquiátrica y psicológica.

Por otro lado, darle nombre a los síntomas muchas veces frena la ansiedad que produce la incógnita del malestar en los pacientes, sobre todo al inicio de su presentación, lo cual facilita que éstos tomen decisiones con mayor fundamento. Sin embargo, muchos quedan atrapados en la categorización instrumental hecha por un sistema, que de ahí en adelante se convierte en “su nombre”.

Y esto tiene muchas consecuencias; para empezar, la incapacidad de pensarse o ser pensados desde otros atributos inherentes a su subjetividad. Por ejemplo, sucede que hay quienes han terminado en un hospital psiquiátrico debido a una depresión severa y los tratamientos que se ofrecen enfocados en el control bioquímico —uno cada vez más agresivo que el otro— terminan por producir efectos iatrogénicos (problemas físicos o psicológicos producidos por tratamientos médicos) de tal gravedad que incapacitan a las personas ahora sí de por vida volviéndolas dependientes de fármacos, intervenciones médicas y familia por igual.

Los parámetros siguen siendo puramente subjetivos y se ignora en buena medida que los umbrales de los pacientes varían mucho dependiendo de factores como la geografía, el sexo, la cultura y el tipo de padecimiento, entre otras cosas. Pero la mayoría de los clínicos que ha interiorizado un esquema de síntomas y criterios diagnósticos a partir de su formación, está condicionada a que los fenómenos que observan se ajusten a la descripción que conocen de antemano. Esto impide que tengan una mirada abierta para encontrar lo singular de cada persona y determinar respuestas diferenciadas para su tratamiento. Es muy probable que esta lógica impida ir más allá en el descubrimiento de otros factores que podrían echar luz sobre nuestro —todavía incipiente— conocimiento sobre cómo funcionan la mente y el afecto. El observador siempre modifica el fenómeno que estudia y, si el bagaje de información que posee está delimitado por su expectativa desde un principio, la investigación lo estará también. Por otra parte, se alimenta el simplismo y la banalidad del padecer humano, cuando esto da lugar justamente a la cronicidad.

Como ya decíamos, una de las constantes en el cambio de versiones del DSM ha sido la ampliación del rango de enfermedades. Esto incluye comportamientos o síntomas que podrían considerarse como respuestas esperadas ante eventos de la vida cotidiana que, al momento de estar en un manual diagnóstico de enfermedades mentales, se vuelven trastornos.

Esto ha dado una idea equivocada sobre el incremento desmesurado de enfermedades mentales en la población —que ahora se calcula en 450 millones de personas en el mundo—, con el riesgo de que la sobresaturación de los servicios públicos de salud impida que las personas en estados de mayor gravedad reciban la atención que requieren oportunamente, como ya ocurre. Finalmente, esto también ha llevado a que la industria farmacéutica aumente la producción de medicamentos, que en los hechos siguen sin sobrepasar la efectividad de otros métodos como la psicoterapia, las terapias ocupacionales o el soporte familiar; además de que, en muchos casos, su uso tiene consecuencias de salud mayores a largo plazo: desde aumento de peso o daño hepático, hasta el suicidio.

Reforzar la idea de que existen soluciones rápidas a los conflictos emocionales y que los mecanismos que fomentarían una mejora en la condición de los pacientes depende de factores externos, como los fármacos, tiene como consecuencia la infantilización de la población, en general, y de la que sufre de problemas psiquiátricos, en particular. Ésta, excesivamente medicada, desconoce la responsabilidad que tiene en: la toxicidad de sus relaciones personales, en la formación de hábitos disfuncionales, en el desencadenamiento de sus conflictos y, en consecuencia, en la búsqueda de opciones más eficaces para lidiar con el dolor y el conflicto. Lamentablemente, son pocas las instancias en las que se ofrecen tratamientos complementarios que se dediquen a buscar las causas del problema y, cuando se “receta” la psicoterapia, la frecuencia de sesiones suele ser insuficiente. Los pacientes claudican y el desenlace suele ser el aumento de recaídas.

La posición psiquiatrizante pone una camisa de fuerza a la singularidad para estandarizar y homogeneizar la diferencia, y en ello pierde la efectividad de su intervención. Olvida que es en los puntos de inflexión de cada sujeto en donde puede hallarse el espacio para intervenir.

Para la comunidad psiquiátrica y psicológica el signo que demuestra el inicio de la mejoría del paciente por antonomasia es que éste logre “conciencia de enfermedad”, entendida como la aceptación de “estar enfermo”. La negativa a reconocerlo ha sido determinada de “mayor gravedad” por efecto de oposición. En este sentido, el discurso institucional exige que el paciente se incluya en la comunidad de “los enfermos”, que equivale a la de “los medicados”, “los del manicomio”, “los locos”, “los pacientes psiquiátricos”, “los crónicos”, “los agudos”, y un largo etcétera, pues entre ellos “se reconocen” e identifican según rasgos comunes.

Pero esto tiene un lado turbio. La prescripción de enfermedad siempre llega desde afuera, desde alguien que mira y detecta lo que no funciona. Es una posición de poder la que indica los parámetros que la (otra) comunidad científica determinó para separar a los “locos” y a los “cuerdos”. Es un lugar desde el cual se ejerce el poder de un saber absoluto que muchas veces prescinde de la sutileza de la comunicación del padecimiento de una persona. El clínico, más preocupado por acertar en la categoría diagnóstica, seguido ignora el dolor del padecimiento psíquico. No basta una lectura de síntomas para lidiar con lo que afecta a las personas: el tabú de la locura.

La exclusión que se constituye en el acto de la categorización establece una brecha insalvable, tanto de tipo conceptual, como de la noción de corresponsabilidad en el sufrimiento de los otros. Además, el reconocimiento de etapas o eventos críticos inherentes a la subjetividad de cualquier humano permitiría el acceso a un abordaje más sensible y, entonces, más efectivo del padecimiento. Para ejemplo, la experiencia comunitaria en el tratamiento de las personas con dolencias psíquicas del pueblo belga, Geel. En éste, la comunidad acoge a las personas en el entendido de su diferencia y padecimiento, y a través de la participación comunitaria los incluye en las tareas que se requieren para la subsistencia, brindando apoyo y capacitación; soportando los momentos críticos con su presencia y el despliegue de recursos de integración.

Con la exacerbación de la violencia, el descrédito, el hurto, el abuso, el que las personas sufran no es para menos. Sin embargo, es probable que tengamos que empezar a cuestionarnos si las categorías diagnósticas nos alcanzan para darle cabida a una realidad que por mucho supera a la de cualquier manual.

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