Hace unos días —dice una versión que corre como las aguas de un río crecido— el gobernador de Veracruz llegó sin cita ni anuncios previos a Los Pinos. Dijo que estaba ahí para reunirse con el presidente Enrique Peña y un grupo de oficiales del Estado Mayor presidencial le pidió que esperara. Tras algunas llamadas hicieron las preguntas que debían hacer y le informaron que no estaba registrada ni prevista su visita.
—Por favor avísenle a Erwin Lino que quiero verlo— dijo Javier Duarte,
molesto y poco paciente, en un intento desesperado por entrevistarse con el
secretario particular del Presidente.
—El señor Lino tampoco lo recibirá— le hicieron saber.
Lo que sucedió enseguida es vertiginoso y confuso. Aparentemente
Duarte quiso entrar por la fuerza para hablar con el Presidente y los hombres
que se hacen cargo de su seguridad tuvieron un encuentro con los militares del
Estado Mayor. Hubo empellones, cuerpos enfrentados, gritos.
En el momento más intenso de la revuelta entre guardias y
militares el gobernador alzó la voz y antes de retirarse, fuera de control,
hizo algunas acusaciones serias contra el Presidente y las instituciones.
En los pasadizos del poder ocurren historias que revelan gestos
y sucesos repletos de significado no sólo para los hombres y las mujeres que
forman un gobierno, sino para la sociedad sentada al otro lado del pasillo, un
espacio donde se vive y respira una atmósfera muy distinta. Esta semana
ocurrieron varios hechos que ofrecen una idea del clima social en un país cuyo
sistema político en franca descomposición enfrenta una de sus crisis más agudas
en décadas.
La versión ligada a Duarte, surgida de las oficinas principales
de Los Pinos, permite una noción clara de los efectos políticos del hartazgo
social ante conductas que por su larga permanencia en el país, como la
corrupción y la impunidad —en particular la impunidad política— han provocado
repudio y minado cada vez más la confianza ciudadana en la política y las
instituciones; y también reflejan de manera nítida, como no sucedía hace
tiempo, los estragos que la corrupción, el autoritarismo y la impunidad
están provocando en un sistema político hasta antes apartado, inmune e
indiferente a las consecuencias de sus actos.
Cuando los oficiales del Estado Mayor y los guardias del
gobernador intercambiaron palabras y empellones, el gobernador Duarte gritó que
lo que le estaban haciendo era una infamia. Que las acusaciones en su contra
tenían el propósito de utilizarlo para distraer y hacerlo pagar los costos
políticos de Ayotzinapa a dos años de la desaparición de los 43 normalistas y
una investigación cuestionada y desacreditada.
Duarte se refería a la investigación exhaustiva que la PGR puso
en marcha sobre posibles ilegalidades graves ocurridas en Veracruz y el hecho
histórico de que el PRI, su partido y el del presidente Peña, un partido que ha
hecho de la impunidad un sistema de funcionalidad y subsistencia, lo hubiera
despojado de todos sus derechos políticos y anunciara que colaboraría con las
indagaciones.
Unos días después de la irrupción de Duarte en Los Pinos, el
reportero Abel Barajas publicó en Reforma que un juez federal había ordenado la
aprehensión del ex gobernador de Sonora, el panista Guillermo Padrés, acusado
de defraudación fiscal y lavado de 8.8 millones de dólares.
Los actos de corrupción atribuidos a ambos gobernadores son tan
escandalosos que para el sistema político —un sistema de complicidades e
impunidad que se consolidó tras la firma del Pacto por México— ha sido
imposible ocultarlos y mantenerlos en el limbo de impunidad habitual en la
política mexicana.
Duarte y Padrés pertenecen a la que a fuerza de escándalos ya es
la peor generación de políticos mexicanos en varias décadas. Es probable que
ambos enfrentarán a la justicia para responder las interrogantes de los
investigadores; pero hay una que sólo pueden responder el presidente Peña y las
instituciones: ¿Por qué si hace años había indicios de abusos e ilegalidades
las instituciones no intervinieron hasta ahora cuando es demasiado tarde?
Con todo el cinismo y la falta de vergüenza que lo caracterizan,
la acusación de Duarte en Los Pinos toca un ángulo importante: el gobierno del
presidente Peña ha decidido perseguirlo solo por una razón de cálculo político.
Porque si dejara pasar las atrocidades del gobernador en Veracruz, el PRI
arrastraría un lastre de corrupción e impunidad aún mayor que el que hoy lo hunde
cada vez más en las encuestas. No ir contra el peor gobernador en la historia
del puerto lo pondría en el filo de un suicidio político en las elecciones de
2018.
LEE LA
COLUMNA ANTERIOR DE WILBERT TORRE: LOS CABOS SUELTOS
DEL PRESIDENTE
No se trata entonces de ninguna decisión trascendental en el
PRI, porque si así fuera el partido fundado por Calles tendría que despojar de
sus derechos partidistas al expresidente del PRI y exgobernador de Coahuila,
Humberto Moreira, acusado de uno de los peores saqueos cometidos en un Estado
en años recientes.
Las investigaciones contra Duarte y Padrés ha coincidido con
otro escándalo político: la revelación de que Enrique Ochoa, presidente del
PRI, recibió una liquidación millonaria por dos años de servicio en la Comisión
Federal de Electricidad.
La súper liquidación pone en relieve dos cosas importantes en el
régimen priista: la existencia de un entramado legal que hace posibles actos
inmorales y corruptos, y los privilegios indebidos que benefician al club de
amigos y cómplices que forman parte de la burocracia dorada.
Escribir que por dos años de servicio Ochoa recibió 1 millón 200
mil pesos no significa nada. Pero que los generales del Ejército reciben en
promedio 1 millón de liquidación por 40 años de servicio pone en contexto una
serie de injusticias e irregularidades, y explica el saqueo monumental y
hormiga al que ha estado sometido el país por décadas.
La revuelta entre militares de la Presidencia y los guardias de
Duarte en Los Pinos pone en evidencia una ruptura en el sistema de impunidad
que ha alcanzado en este país dimensiones intolerables.
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