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JORGE ZEPEDA PATTERSON
9 DICIEMBRE 2020
Los dos partidos están en su
derecho de poner a un lado sus diferencias. Lo cuestionable de su alianza es
que no hay una visión mínima para responder a los problemas que llevaron a
López Obrador al poder
El PRI y el PAN han decidido
ir juntos en muchas candidaturas electorales del próximo año para evitar,
afirman ellos, que el partido en el poder gane las 15 gubernaturas o la mayoría
en el Congreso de la Unión.
A muchos puristas esta alianza
les ha resultado un engendro ideológico y una traición a los principios
fundantes, particularmente en el caso del PAN, el partido de los sectores
conservadores cuya razón de ser en buena medida era oponerse al PRI. Sin
embargo, con cierta lógica los panistas podrían responder que ellos siguen en
la misma línea, combatiendo a las viejas banderas priistas del presidencialismo
y el estatismo a ultranza que ahora ya no son enarboladas por el PRI sino por
Morena, el partido en el poder. Y por lo demás, durante los últimos años el PRI
y el PAN transitaron a una convergencia ideológica que terminó por desdibujar
sus diferencias. Por un lado, el PRI se acercó al PAN a medida que se echó en
brazos de un modelo que privilegiaba al sector privado; y por otro, la manera
de gobernar del panismo se convirtió en una copia del PRI moderno en cuanto
llegó a Los Pinos. Lo cierto es que hoy en día los líderes de esos dos partidos
parecen intercambiables, como también lo eran sus dos candidatos a la
presidencia hace dos años.
Esta convergencia ha sido
denunciada por el lopezobradorismo como una demostración fehaciente de algún
tipo de complicidad vergonzante. No coincido; por un lado, la lógica política
conduce a asumir males menores frente a un mal mayor. Solo así se explica que
la izquierda, y quiero pensar que una parte del lopezobradorismo lo sigue
siendo, haya asumido una alianza con el PES, el partido de los cristianos con
tal de llevar a AMLO al poder en 2018. PAN y PRI están en todo su derecho de
poner a un lado sus diferencias, cada vez menores, para enfrentar lo que
consideran un enemigo mayúsculo o, para ponerlo en sus términos, evitar el
cambio de régimen que el Gobierno está en vías de instalar.
Lo cuestionable de la alianza
entre el PRI y el PAN no es el hecho de que lo hagan sino la forma. Es una
convergencia para oponerse, para estorbar, para evitar, para desandar. No hay
la construcción de una visión mínima en común, o peor aún por separado, para
responder a los problemas que llevaron a López Obrador al poder: injusticia
social, indignación ante la corrupción, inseguridad pública, riesgo de
inestabilidad política, oposición a un modelo que generó desigualdad regional,
sectorial y social. La pretensión del PRI y el PAN de retomar el poder sin el
menor asomo de lavarse la cara, sin reflexión autocrítica y mucho menos una
propuesta constructiva para paliar el descontento que generaron, entraña de entrada
un problema ético. Cabría preguntarse cuál es la calidad moral de quien, a
falta de virtudes propias, concentra su argumento de venta en los defectos de
su rival.
Pero además de ser moralmente
incorrecto apostar exclusivamente por el descontento (fomentarlo y ampliarlo,
como lo está haciendo) sin ofrecer otra alternativa que regresar al estado de
cosas que condujo a su propio desplome, podría derivar en una crisis política
insondable.
El objetivo explícito es
conseguir mayoría en el Congreso para estar en condiciones de detener las
reformas de la 4T, paralizar los cambios que intenta el presidente, modificarle
sus presupuestos. Si detrás de esta resistencia hubiera una propuesta
alternativa podría entenderse, pero utilizar el andamiaje institucional esencialmente
para obstaculizar, puede provocar males mayores. Después de todo, lo que está
intentando hacer López Obrador es responder a las expectativas de la población
más necesitada que, en este momento, equivale a la mayoría de los mexicanos. Se
podría argumentar que intenciones no son realidades, y que las acciones del
Gobierno no están consiguiendo el beneficio de las mayorías. Quizá, pero lo
cierto es que ese México indignado que votó en 2018 percibe que el presidente
habla en su nombre y eso es lo que mantiene sus expectativas y, en buena medida
conjura, todavía, el riesgo de un estallido social.
López Obrador es la respuesta
a un descontento real y cada vez más preocupante; por ello es que propiciar el
fracaso de las soluciones que intenta AMLO para responder a ese descontento
supone un enorme riesgo, a menos que se ofrezca una alternativa viable, pero
esta no existe. Se dice que la 4T gobierna solo para una parte de los mexicanos
e ignora al resto, a las clases medias y superiores, y puede ser cierto. Frente
a la urgencia, el gobierno ha planteado muy claramente sus prioridades. Pero
ahora la oposición estaría haciendo algo similar aunque de signo contrario: al
proponerse detener los cambios que, al menos en el papel, favorecen a las
mayorías y pugnar por un regreso al modelo anterior, estarían desdeñando al
México que exige esos cambios.
Si el PRIAN fracasa en su
intento de conseguir la mayoría del Congreso el próximo verano, simplemente
confirmará que su aritmética entre anti y pro lopezobradorismo no fue bien
calculada. Pero si el PRIAN tiene éxito y en efecto convierte al Congreso en la
fuerza que paralice las propuestas de la 4T, como lo sostienen tantos paladines
de la democracia, la pregunta es qué va a pasar con las mayorías desencantadas.
Siempre hay el riesgo de que frente a la oposición institucional, AMLO recurra
al apoyo popular para desafiarla, con el consiguiente riesgo de turbulencia e
inestabilidad política. Pero todavía existe un peor escenario: que con el
fracaso de la 4T nos quedemos sin respuestas institucionales o cauces políticos
para la exasperación social, para esa crispación que exige un cambio. Hay
muchos incendios desatados en la pradera, detener al bombero porque no
coincidimos con su método es absolutamente insensato, a menos que ofrezcamos
otra manera de responder al fuego y eso no lo estamos viendo.
(JORGE ZEPEDA PATTERSON/ 9
DICIEMBRE)
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