28 de octubre de 2017

EL TONTO DEL PUEBLO

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TEXTO IRREVERENTE

Hubo una vez un tonto que fue al mercado a comprarse un burro que le hacía falta para acarrear leña. Pagó por el animal 53 reales. Cuando iba de regreso, cada persona que se encontraba le hacía las dos mismas preguntas: ¿en serio te compraste un burro?, ¿cuánto te costó? Primero fue el tendero que lo vio pasar frente a su negocio, luego la mujer que se topó en la plaza, después el cochero que detuvo los caballos para interrogarlo. “Si, compré un burro y pagué 53 reales por él”, respondía.
Así, todos estaban intrigados porque el tonto del pueblo se había comprado un burro y lo atosigaban con las mismas preguntas. Incluso fueron hasta su casa a tocarle la puerta para enterarse de viva voz. Cansado porque tenía que repetirle la respuesta a todos, el tonto se fue a la iglesia y se escondió detrás del Santo Cristo, ese que tiene los brazos estirados y escurre en sangre. Allí esperó pacientemente hasta que vino el sacristán a preparar el altar para la misa de la tarde.
“Pss Pss…hey…reúne a la gente del pueblo que quiero hablar con ella”, le dijo al sacristán quien cayó de rodillas al escuchar que el Santo Cristo le hablaba. Tropezándose, el hombre salió en estampida a avisarle al señor cura del prodigio. A los pocos minutos llegó el cura y se acercó al Santo Cristo. “¿Es verdad, Señor, que le has hablado a un mortal?, dijo pensando en voz alta más que por creer que hubiera existido tal milagro, cuando se oyó la voz: “sí, quiero que se reúna la gente del pueblo para darle un aviso”.
Casi al borde del infarto, el señor Cura salió corriendo a tocar las campanas para convocar al pueblo y anunciarle el milagro: el Santo Cristo le iba a hablar. En menos de media hora la explanada estaba repleta, pero como siempre sucede, antes de permitir que Dios le hablara a la plebe, el alcalde del pueblo junto con el dueño de la hacienda más grande, el que había costeado el altar nuevo y los candelabros de planta, además del señor cura, entraron a la capilla para ver si el Cristo quería darles a ellos un mensaje privado. “¿Ya está reunidos todos?, ¿no falta nadie?”, escucharon asombrados que hablaba la imagen.
“Solo falta Fulano, el tullido, que no puede venir, pero enseguida mando a cuatro mozos para que lo traigan cargando, Santísimo Señor”, dijo con voz temblorosa el alcalde. “Mejor que usen mi coche de caballos para que más rápido se cumpla tu preciosa voluntad, mi Dios”, acotó el hacendado. Y mandaron por el tullido en la acojinada carroza del hacendado.
Una vez que abrieron las puertas del templo y la gente entró, se oyó la voz proveniente del Santo Cristo: “Os digo a todos que sí me compré un burro y me costó 53 reales y no quiero que me vuelvan chinchar (molestar) con la misma chumina (babosada). Ah y los garrulos (idiotas) son ustedes que creyeron que Dios les iba a hablar”.
La enseñanza ese cuento andaluz es que aquel considerado como el tonto del pueblo solo con ponerse detrás de una efigie engañó a todos: al que creía tener el conocimiento divino -el cura-, al que ostentaba el poder terrenal -el alcalde- y al adinerado influyente -el hacendado-, y también al pueblo llano que les creyó a esos tres que Dios les hablaría. Un retrato, pues, de lo que siempre ha pasado en la historia de la humanidad.
Y el cuento español sirve para abordar la atrevida homilía que el arzobispo de Jalapa, Hipólito Reyes Larios hizo el domingo pasado en la que dijo que México es un pueblo habitado por tontos. Acusó a los mexicanos de creer todo lo que les prometen los políticos, aceptar lo que hacen los gobernantes y están a merced de lo que dispongan en el extranjero. ¿Qué quiso decir el jerarca católico? Que los mexicanos son pasivos, que no protestan ni cuestionan.
Pero lo que no dice es que los religiosos ayudan a los gobernantes para “atontar” al pueblo. La mejor muestra es él y Veracruz. La jerarquía católica local se coludió con la fidelidad durante doce años en los que nunca alzó la voz mientras el innombrable y su sucesor, Javier Duarte se robaban el dinero público y entregaban al estado al crimen organizado. Al contrario, acompañaba a ambos gobernantes a sus comilonas y bendecían sus acciones. Ni por error llegaron a cuestionarlos desde el púlpito –como era su deber de pastores- ni en entrevistas de prensa.
Es más, el propio Hipólito Reyes se ganó el apodo de “PRIpolito”, dado por los propios sacerdotes de la zona centro –antes fue obispo de Orizaba- quienes lo señalaban, a sotto-voce, de ser personero del partido tricolor y sus gobernantes. Son contados con una mano, y sobran dedos, los religiosos veracruzanos que defendieron al pueblo de la fidelidad y de las bandas delictivas. Así que las palabras del arzobispo Reyes Larios suenan más a un despropósito que a un mensaje pastoral. El pueblo tonto, que no se defiende, es el reflejo del pecado social que los ensotanados ayudaron a construir.
Por Andrés Timoteo
TEXTO IRREVERENTE
Tomado de Notiver

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