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TEXTO IRREVERENTE
Hubo una vez un tonto que
fue al mercado a comprarse un burro que le hacía falta para acarrear leña. Pagó
por el animal 53 reales. Cuando iba de regreso, cada persona que se encontraba
le hacía las dos mismas preguntas: ¿en serio te compraste un burro?, ¿cuánto te
costó? Primero fue el tendero que lo vio pasar frente a su negocio, luego la
mujer que se topó en la plaza, después el cochero que detuvo los caballos para
interrogarlo. “Si, compré un burro y pagué 53 reales por él”, respondía.
Así, todos estaban intrigados porque el tonto del pueblo se
había comprado un burro y lo atosigaban con las mismas preguntas. Incluso
fueron hasta su casa a tocarle la puerta para enterarse de viva voz. Cansado
porque tenía que repetirle la respuesta a todos, el tonto se fue a la iglesia y
se escondió detrás del Santo Cristo, ese que tiene los brazos estirados y
escurre en sangre. Allí esperó pacientemente hasta que vino el sacristán a
preparar el altar para la misa de la tarde.
“Pss Pss…hey…reúne a la gente del pueblo que quiero hablar con
ella”, le dijo al sacristán quien cayó de rodillas al escuchar que el Santo
Cristo le hablaba. Tropezándose, el hombre salió en estampida a avisarle al
señor cura del prodigio. A los pocos minutos llegó el cura y se acercó al Santo
Cristo. “¿Es verdad, Señor, que le has hablado a un mortal?, dijo pensando en
voz alta más que por creer que hubiera existido tal milagro, cuando se oyó la
voz: “sí, quiero que se reúna la gente del pueblo para darle un aviso”.
Casi al borde del infarto, el señor Cura salió corriendo a tocar
las campanas para convocar al pueblo y anunciarle el milagro: el Santo Cristo
le iba a hablar. En menos de media hora la explanada estaba repleta, pero como
siempre sucede, antes de permitir que Dios le hablara a la plebe, el alcalde
del pueblo junto con el dueño de la hacienda más grande, el que había costeado
el altar nuevo y los candelabros de planta, además del señor cura, entraron a
la capilla para ver si el Cristo quería darles a ellos un mensaje privado. “¿Ya
está reunidos todos?, ¿no falta nadie?”, escucharon asombrados que hablaba la
imagen.
“Solo falta Fulano, el tullido, que no puede venir, pero
enseguida mando a cuatro mozos para que lo traigan cargando, Santísimo Señor”,
dijo con voz temblorosa el alcalde. “Mejor que usen mi coche de caballos para
que más rápido se cumpla tu preciosa voluntad, mi Dios”, acotó el hacendado. Y
mandaron por el tullido en la acojinada carroza del hacendado.
Una vez que abrieron las puertas del templo y la gente entró, se
oyó la voz proveniente del Santo Cristo: “Os digo a todos que sí me compré un
burro y me costó 53 reales y no quiero que me vuelvan chinchar (molestar) con
la misma chumina (babosada). Ah y los garrulos (idiotas) son ustedes que
creyeron que Dios les iba a hablar”.
La enseñanza ese cuento andaluz es que aquel considerado como el
tonto del pueblo solo con ponerse detrás de una efigie engañó a todos: al que
creía tener el conocimiento divino -el cura-, al que ostentaba el poder
terrenal -el alcalde- y al adinerado influyente -el hacendado-, y también al
pueblo llano que les creyó a esos tres que Dios les hablaría. Un retrato, pues,
de lo que siempre ha pasado en la historia de la humanidad.
Y el cuento español sirve para abordar la atrevida homilía que
el arzobispo de Jalapa, Hipólito Reyes Larios hizo el domingo pasado en la que
dijo que México es un pueblo habitado por tontos. Acusó a los mexicanos de
creer todo lo que les prometen los políticos, aceptar lo que hacen los
gobernantes y están a merced de lo que dispongan en el extranjero. ¿Qué quiso
decir el jerarca católico? Que los mexicanos son pasivos, que no protestan ni cuestionan.
Pero lo que no dice es que los religiosos ayudan a los
gobernantes para “atontar” al pueblo. La mejor muestra es él y Veracruz. La
jerarquía católica local se coludió con la fidelidad durante doce años en los
que nunca alzó la voz mientras el innombrable y su sucesor, Javier Duarte se
robaban el dinero público y entregaban al estado al crimen organizado. Al
contrario, acompañaba a ambos gobernantes a sus comilonas y bendecían sus
acciones. Ni por error llegaron a cuestionarlos desde el púlpito –como era su
deber de pastores- ni en entrevistas de prensa.
Es más, el propio Hipólito Reyes se ganó el apodo de
“PRIpolito”, dado por los propios sacerdotes de la zona centro –antes fue
obispo de Orizaba- quienes lo señalaban, a sotto-voce, de ser personero del
partido tricolor y sus gobernantes. Son contados con una mano, y sobran dedos,
los religiosos veracruzanos que defendieron al pueblo de la fidelidad y de las
bandas delictivas. Así que las palabras del arzobispo Reyes Larios suenan más a
un despropósito que a un mensaje pastoral. El pueblo tonto, que no se defiende,
es el reflejo del pecado social que los ensotanados ayudaron a construir.
Por Andrés Timoteo
TEXTO IRREVERENTE
Tomado de Notiver
Tomado de Notiver
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