Abril 7, 2020
Zosimo Camacho.
Revista Contralínea
Hambre,
desnutrición crónica y precaria infraestructura médica, la constante en las
geografías de los pueblos originarios. No cuentan siquiera con información
clara de la llegada de la enfermedad Covid-19. En el horizonte indígena podrían
ocurrir los mayores estragos de la pandemia y la crisis económica.
La Montaña de
Guerrero es la región más depauperada del país y del Continente. Es netamente
indígena, mayoritariamente monolingüe. A 550 mil na’saavi, me’phaa y nahuas de
19 municipios se les viene la pandemia encima. En toda la región hay sólo un
hospital de segundo nivel con 30 camas –ya saturadas por mujeres en labores de
parto y por pacientes con enfermedades crónico-degenerativas– y tres
respiradores mecánicos, de los cuales sólo uno funciona.
Es la artillería hospitalaria
con la que la Montaña espera el paso de la pandemia de Covid-19, causada por el
virus SARS-CoV-2, la mayor emergencia sanitaria mundial en más de 100 años.
“Viene una ola
gigante y nuestro sistema de salud está desmantelado, obsoleto, sin personal
médico suficiente”, advierte el antropólogo Abel Barrera Hernández desde Tlapa
de Comonfort, el corazón de la Montaña, la única ciudad de la región que cuenta
con 70 mil habitantes.
Pobres entre los
pobres, el panorama es similar en la mayoría de las geografías indígenas del
país, que según estimaciones del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas
(INPI) suman 16 millones de personas. En localidades remotas no hay siquiera
conciencia de lo que les llegará en las próximas semanas y meses. Y es que para
ellos no hay ni mensajes informativos en su lengua.
“En este abismo de
la desigualdad de nuestro país, estamos en el sótano de la miseria”, señala
Barrera Hernández, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña
Tlachinollan. La pandemia viene a complicar “un laberinto donde de por sí
parece que no hay salida, no hay forma de solucionar el problema del hambre”.
Carlos González,
concejal nahua del Concejo Indígena de Gobierno (CIG) e integrante de la
Comisión de Coordinación del Congreso Nacional Indígena (CNI), coincide: “Los
pueblos indígenas son los más vulnerables en cuanto a infraestructura clínica
hospitalaria y en cuanto a la atención médica en general. Hay mucha
desnutrición y muchos rezagos”.
La
respuesta indígena organizada
Abogado
especialista en derecho agrario, González señala que la amenaza de la
enfermedad Covid-19 ha activado las alertas entre los pueblos indígenas del
CNI, toda vez que golpea con más severidad a los viejos.
“En la sociedad
[mexicana], pero marcadamente en los pueblos indígenas, los ancianos y las
ancianas juegan un rol fundamental, vital, para la pervivencia de las
comunidades y su reproducción. Es una preocupación muy seria”, explica.
Por ello, por
ejemplo, el pueblo wirrárika (o huichol) de San Andrés Cohamiata, Tatei Kie,
decidió suspender el ritual de Semana Santa, es decir, las celebraciones más
importantes del ciclo anual de la comunidad.
La tribu yaqui, por
su parte, considera no cancelar el ritual –también fundamental para su cultura–
pero sí cerrar su territorio y no permitir el ingreso de los yoris (mestizos)
a sus comunidades. Misma medida se está aplicando ya en algunas otras geografías
indígenas como las del Istmo y los Valles Centrales de Oaxaca, y en algunas
comunidades mayas de Yucatán.
Otro caso que se
destaca es el de las comunidades guerrerenses del Concejo Indígena y Popular de
Guerrero-Emiliano Zapata (Cipog-EZ), del Frente Nacional de Liberación del
Pueblo (FNLP) y de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), que
de manera conjunta han ordenado un repliegue externo y un despliegue interno
para enfrentar la pandemia y tomar el control del territorio.
Se trata de cientos
de comunidades na’saavi (o mixtecas), me’phaa (o tlapanecas), ñamnkue (o
amuzgas), nahuas, afromexicanas y mestizas que se declaran alertas y anuncian
que no darán tregua a los oportunistas que quieran sacar ventaja de la
emergencia.
En un documento
emitido de manera conjunta, las tres organizaciones se reivindican integrantes
del CNI y del CIG y denuncian “la falta de presupuesto de salud” en las
regiones de Montaña, Costa Chica, Costa Grande y Tierra Caliente.
Para Carlos
González, con todo y la pobreza y el despojo, las comunidades indígenas
organizadas y en rebeldía podrán generar algún tipo de defensa en sus
geografías, gracias a su propia vida comunitaria.
La capacidad de
respuesta será distinta conforme el grado de organización, la orografía y el
contexto social de la región donde se encuentran las comunidades. No será lo
mismo, por ejemplo, en la Sierra Tarahumara que las Cañadas tsotsiles
zapatistas.
Algunas comunidades
podrán organizarse para que el contagio sea lento y podrán incluso hacer frente
a la crisis económica con sus propios medios y recursos.
“Hay comunidades
que resisten en condiciones muy difíciles, muy precarias, en sus regiones
porque han sido desplazadas por el desarrollo urbano, industrial, la
contaminación. Y hay otras comunidades, regiones, donde todavía hay buena
cantidad de medios y hay una armonía con la Madre Tierra mucho mayor”, explica
Carlos González.
El CNI prevé, por
ello, que la peor situación para los indígenas se presentará, paradójicamente,
en las ciudades, donde se encuentran los migrantes en trabajos precarios y sin
ningún tipo de apoyo. Lejos de su comunidad, los indígenas son más vulnerables.
Es el caso de la
comunidad ñäñho (u otomí) originaria de Santiago Mexquititlán, Querétaro, que
se encuentra en la Ciudad de México. Ya le han prohibido vender en las calles y
no tiene acceso a alimentos, agua ni un lugar donde pernoctar. El propio CNI
está realizando una colecta para apoyar a estas familias.
El activista y
asesor de la comunidad, Diego García, señala que son 130 familias otomíes las
que se encuentran en precariedad en la capital de República. Esta situación se
agudizó luego del terremoto de 2017, cuando tuvieron que desalojar los
edificios que ocupaban. Durante más de 18 meses, estas familias pernoctaron a
las afueras dichos inmuebles, sin las condiciones mínimas de habitabilidad,
salud, seguridad, trabajo y alimentación. El Programa de Reconstrucción de la
Ciudad de México no las contempló.
Peor aún, a los
inmuebles les salieron “dueños” y el gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo ordenó
desalojar a las familias otomíes, hecho que se consumó violentamente el año
pasado con más de 200 elementos del “desaparecido” cuerpo de granaderos.
Hoy en las calles,
y a través de Diego García, adherente a la Sexta Declaración de la Selva
Lacandona, las familias señalan que no tienen manera de protegerse de la
pandemia. “Para evitar el contagio, la OMS [Organización Mundial de la Salud] y
los gobiernos recomiendan lavarse las manos, y nosotros no tenemos agua potable
para el consumo; sana distancia, y nosotros vivimos hacinados y en campamentos;
resguardarse en casa, y nosotros no tenemos casa: vivimos en la calle, fuimos
desalojados; hacer cuarentena, y somos desempleados, trabajamos en la calle y
vivimos al día”.
El CNI tomó en
serio la amenaza de la pandemia semanas antes de que el gobierno federal
pusiera en marcha la Jornada Nacional de Sana Distancia. El Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN) cerró en Chiapas sus Juntas de Buen Gobierno y
sus Caracoles. Llamó a sus filas y bases de apoyo a prepararse para la pandemia
con medias aplicadas internamente.
A nivel nacional,
el CNI canceló las asambleas que estaban ya programadas en 10 sedes de todo el
país para impulsar la defensa de territorios ante los megaproyectos. Dos de
esas asambleas canceladas serían de carácter nacional e internacional. Las
anfitrionas serían comunidades indígenas de Campeche.
El
descobijo gubernamental
Al final, los casos
anteriores son de pueblos, tribus y naciones indígenas organizadas en lucha por
sus derechos. Articularán una respuesta. Caso distinto es la de las comunidades
en precariedad absoluta, como las de la Montaña alta de Guerrero, las rarámuris
de la Sierra Tarahumara, las chichimeca jonaz de Guanajuato y San Luis Potosí o
las ñäñho del semidesierto queretano.
La estrategia
gubernamental en la región de la Montaña de Guerrero es dar instrucciones que
son casi imposibles de cumplir: lavarse constantemente las manos, donde apenas
hay agua para beber, y usar gel antibacterial, donde ni siquiera se vende.
Pero no hay alguna
acción gubernamental para que, ante la emergencia, se garantice el acceso de
las comunidades al agua. Persiste la desigualdad económica, que se traduce en
desigualdad de acceso a los servicios y desigualdad informativa, explica Abel
Barrera.
Sin política
comunicativa gubernamental efectiva para los pueblos indígenas, son las propias
organizaciones las que tratan de prevenir la pandemia. El Centro de Derechos
Humanos de la Montaña Tlachinollan ha realizado mensajes auditivos en las
lenguas maternas de la región: nahua, t’un saavi y me’phaa.
En la zona, los
gobiernos federal y estatal han difundido mensajes escritos que, aunque estén
redactados en lenguas indígenas, la mayoría no sabe leer, además de que son
sociedades de tradición oral. También hay difusión de mensajes a través de una
radiodifusora pero resultan muy técnicos para la población y no generan
conciencia alguna sobre lo que está por venir.
“No vemos acciones
orientadas a establecer una comunicación acorde con la idiosincrasia de los
pueblos, sus idiomas, su cultura; que mínimamente se garantice una información
accesible, no tan técnica”, explica Abel Barrera, defensor de derechos humanos.
Contralínea solicitó
entrevista con el director del INPI, Adelfo Regino Montes. El funcionario,
máxima autoridad del gobierno de Andrés Manuel López Obrador para la atención a
los pueblos originarios, declinó hablar con este medio de comunicación.
En su página de internet,
el INPI sólo tiene como acciones contra el coronavirus en los pueblos indígenas
la traducción a 10 idiomas (de las 68 que se hablan en el país) de carteles
informativos para prevenir el contagio. Según se observa en la página, no
habría alguna otra política para los pueblos originarios ante la pandemia.
La enfermedad no
podía llegar en peor momento a la Montaña de Guerrero. Paupérrimas y con
desnutrición crónica, las familias indígenas padecen un recrudecimiento de su
situación económica. Las tres fuentes de dinero se colapsaron en el último año,
meses y semanas: la siembra ilegal de amapola, las remesas y la asistencia
gubernamental.
La primera de
ellas, la venta de goma de opio que se obtiene del cultivo de la amapola. Los
precios cayeron en el mercado negro internacional porque los
consumidores estadunidenses de droga prefieren ahora el fentanilo. Han cambiado
este estupefaciente por la heroína.
“Lamentablemente la
venta de este producto ilícito pasó a ser parte de la economía precaria de los
pueblos indígenas. Y se desfondó. Lo que costaba el kilo de goma en el
mercado negro aquí en la región, pasó de 25 mil a 5 mil pesos.
Eso vino a dar al traste con lo poquito que a veces lograban cosechar algunas
personas que se atrevían a sembrar en las barrancas de la Montaña”, explica
Abel Barrera.
Una segunda fuente
de ingresos son las remesas. Y por la llegada de la pandemia a Estados Unidos,
gran parte de los trabajadores migrantes en ese país han perdido sus empleos.
Muchos se encuentran sin trabajo alguno y por ello han dejado de enviar dinero
a sus familias. Incluso hay reportes del regreso de cientos que llegan a sus
comunidades sin que sean objeto de revisión médica alguna.
La tercera fuente
de ingresos son los programas de asistencia gubernamental. Con la llegada del
nuevo gobierno se redujeron los apoyos. Antes las familias recibían recursos
por número de hijos. Ahora es la misma cantidad para cada familia,
independientemente de los integrantes.
Abel Barrera
explica que la reconfiguración de los programas sociales llevados a cabo por el
gobierno federal desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador no benefició a
las familias montañeras. Por el contrario, devino en un recorte de recursos
para los indígenas de la región.
Y es que programas
como Jóvenes Construyendo el Futuro o de Apoyo a las Personas Discapacitadas,
que podrían ser exitosos en otros lugares, no tienen aplicación alguna en las comunidades
de la Montaña donde no hay trabajo remunerado. Otros que sí podrían tener
aplicación práctica, como el de fertilizantes, sólo llegaron a las cabeceras
municipales y a algunas comunidades, de acuerdo con datos de Tlachinollan.
Además, recuerda
Barrera Hernández, acaba de pasar un año de catástrofes naturales –granizadas,
deslaves, vientos– que acabaron con las cosechas de quienes sí pudieron
sembrar.
El panorama es de
emergencia. La pandemia viene a agudizar estas condiciones. Lo que podría ocurrir
es “un caos, una situación crítica de malestar, de protesta… que no se pueda
controlar; eso es lo que nos preocupa en un horizonte no muy lejano, como de 2
o 3 meses. Si ya es grave la situación, será peor. Puede haber un contexto de
mayor polarización y violencia”.
Y es que desde las
esferas gubernamentales no se prevé ninguna política que mitigue los estragos
causados específicamente en las regiones más empobrecidas. Abel Barrera señala
que no bastarán fórmulas generales. Deben diseñarse políticas dirigidas
especialmente a determinadas regiones.
No
bajarán la guardia
El CNI, por su
parte, descarta suspender las luchas que libra. Que se suspendan reuniones
masivas no significa que se abandonen las demandas. “Seguiremos en las luchas
estratégicas que estamos llevando”, señala Carlos González.
Se refiere a la
organización en defensa de la tierra y el territorio; el apoyo a la lucha de
las mujeres, y a la de los trabajadores. Las actividades continuarán, pero con
acciones locales y regionales cuando sean necesarias; se seguirán impulsando
los procesos de lucha legal donde es posible.
“Ante la caída
estrepitosa de las economías de los países ricos y de los pobres, es necesario
insistir en que la vía de solución perdurable y de largo plazo es destruir al
capitalismo. Es finamente éste el que nos está llevando a estas crisis. El
deterioro de la Tierra y de la naturaleza van a seguir creciendo si como
humanidad no ponemos un alto a este sistema”, considera el concejal nahua.
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