Invitado
por mis editores de Penguin Random House, hace unas semanas acudí a casa de
Jorge Fernández Menéndez a una proyección privada de La noche de Iguala, escrita por él
y Bibiana Belsasso, y dirigida por Raúl Quintanilla, quien también se
encontraba presente. Mientras observaba el docudrama -pues éste es el
problemático género al que pertenece- una sensación de hondo desasosiego, de
repulsión incluso, se fue apoderando de mí. En cuanto terminaron los créditos,
me apresuré, junto con otros invitados, a expresar mi opinión sobre lo que
habíamos visto. Debo decir que Jorge Fernández y su equipo escucharon
atentamente nuestras críticas, que ahora trataré de condensar en estas líneas.
Según
nos dijeron, La noche de Iguala intenta
ofrecer una verdad “incómoda” sobre los hechos ocurridos entre el 26 y el 27 de
septiembre de 2014. En términos generales, no se aleja demasiado de la “verdad
histórica” del procurador Jesús
Murillo Karam, excepto en un punto en el que se atreve a ir mucho más
lejos: Fernández Menéndez y sus colaboradores se muestran absolutamente
convencidos de que algunos de los jóvenes estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, así como su
director, estaban al servicio del cártel de Los Rojos. Ésta es,
para ellos, la razón de la barbarie: no se trata, como apunta la PGR, de que hubiesen sido confundidos
con criminales, sino de que en efecto algunos de ellos -y en particular su
líder, El Cochiloco– lo eran.
No
es la primera vez que surge esta versión, pero nadie lo había hecho con tanta
certeza ni tantos medios. El problema central del docudrama se encuentra en que
esta posibilidad no es presentada como tal, es decir, como una línea de
investigación entre tantas, sino como un hecho cierto. En ningún momento rebate
otras versiones o confronta miradas distintas. Es, en este sentido, una
película profundamente autoritaria. O ideológica, en el sentido de Umberto Eco:
una narración que, sin contar con pruebas definitivas, se inclina a
priori por un punto de vista y lo presenta como una verdad única. Nos
hallamos, pues, frente a una narración que se halla mucho más cerca de la
propaganda que del periodismo de investigación al que afirma inscribirse.
Lo
terrible -diría: lo inmoral- de La
noche de Iguala es que, ante la falta de argumentos
definitivos, recurre a la recreación o dramatización para convencer al
espectador. No es otra la razón de que observemos a un grupo de actores
representando el papel que Fernández Menéndez y su equipo han querido
adjudicarles: el de jóvenes pendencieros, manipulados por unos líderes
criminales y sin escrúpulos que los conducen dócilmente hacia la muerte. Frente
a quienes han exigido el boicot de la cinta, la libertad de expresión debe
prevalecer, si bien es claro que ésta afecta la reputación de personas que no
han sido declaradas legalmente muertas.
En
la parte auténticamente documental de La noche de Iguala, Fernández Menéndez realiza un interesante
panorama de la tradición revolucionaria y del tráfico de heroína en Guerrero,
pero que no tiene otro objetivo que presentar un contexto creíble para la parte
dramática -esto es: para la ficción- que completa su película. Y es allí donde
uno advierte el carácter manipulador, perverso, del producto: un artefacto que
mezcla hechos e interpretaciones y las vende como realidades.
Si
de por sí resulta procaz la idea de encarnar a los jóvenes de Ayotzinapa con actores -que para
colmo parecen revoltosos de clase media de la UNAM y no miembros de familias campesinas-, lo que más irrita
es la brutal falta de empatía hacia quienes, incluso en esta turbia versión, no
dejan de ser víctimas. En ningún momento
se aprecia un destello de humanidad hacia los muchachos. En vez de ello, el
discurso apunta los juicios de esa porción de la sociedad que sigue pensando
que ellos “se lo buscaron” y elimina todo atisbo de responsabilidad estatal en
la masacre.
Al
pretender convencernos de que la tragedia de Ayotzinapa no es sino el producto de un ajuste de cuentas
entre criminales, olvidándose alevosamente de todo lo ocurrido en este año, de
la búsqueda de justicia y de la compasión que merece cualquier víctima, La noche de Iguala en poco
contribuye a resolver las dudas que aún plantea el caso y a la postre quedará
sólo como una prueba más de la brutal incomprensión de nuestras élites frente
al dolor de decenas de familias mexicanas cuyos hijos fueron torturados,
asesinados y desaparecidos por las autoridades que debían defenderlos.
Muy acertada critica hasia esa pelicula, que solo
ResponderEliminarConfunde al espectador. Muuuy mal por Fernandez Menendez y sus colaboradores de esta filmacion, si este senor ha perdido credibilidad desde que esta en tvAzteca, con esto ha perdido tambien el respeto, yo lo invitaria a que se regrese a su pais de origen Argentina, ya que periodistas como el no nos hacen falta en Mexico, con los que ya tenemos nos sobran.