La cotidiana tragedia
que vive el estado de Veracruz desde hace al menos cinco años escribió dos
nuevos capítulos de horror esta semana.
El primero, la
confirmación del hallazgo de restos humanos en un rancho a la altura de
Tlalixcoyan, que al ser analizados genéticamente coincidieron con el ADN de dos
de los jóvenes desaparecidos por policías estatales en Tierra Blanca el pasado
11 de enero.
Sólo que el
descubrimiento, más que brindar paz a los familiares de los jóvenes
desaparecidos, incrementó su dolor: no hay cuerpos que velar, apenas pedazos de
huesos y manchas de sangre a partir de las cuales se realizaron los exámenes
forenses para lograr su identificación. Presumiblemente, fueron calcinados
junto con un número indeterminado de cadáveres de quién sabe cuántas otras
personas desaparecidas. Verdaderamente dantesco, inenarrable.
Y lo peor es que aún
faltan por encontrar indicios sobre los otros tres muchachos que fueron
secuestrados por policías estatales y entregados, de acuerdo con las versiones
oficiales, a un grupo del crimen organizado de la violenta e ingobernable zona
de la cuenca del Papaloapan.
No menos violenta que
la región de Orizaba, donde la madrugada de este lunes, un comando que vestía
ropa de corte militar y portaba armas de alto poder, sacó por la fuerza de su
domicilio en el conurbado municipio de Mariano Escobedo a la reportera de la
sección policiaca Anabel Flores Salazar.
Este martes 9 de
febrero, su cuerpo sin vida fue encontrado en un paraje de la carretera
Cuacnolapan-Oaxaca, cerca de Tehuacán, en el estado de Puebla, lo cual confirmó
en primera instancia la Fiscalía de aquella entidad. Es la décimo séptima
periodista asesinada durante el sexenio de Javier Duarte de Ochoa.
Fiel a su costumbre,
en lugar de ponerse a investigar, desde un principio la Fiscalía General del
Estado de Veracruz buscó criminalizar a la reportera ligándola con el crimen
organizado, violando con ello la Ley General de Víctimas y el principio legal
de presunción de inocencia, y como si ello fuera excusa para justificar su
asesinato y no perseguir a los homicidas. La familia de Anabel Flores niega
cualquier vínculo de la malograda periodista con la delincuencia.
Lo que queda de
manifiesto, por enésima ocasión y para desazón de todos los veracruzanos, es
que en el estado no hay gobierno. Policías que secuestran, extorsionan y
asesinan. Autoridades que se desentienden de su responsabilidad a sabiendas de
lo que ocurre en casi todo el territorio estatal. Una violencia desbordada sin
que haya nadie que ponga un freno con acciones de gobierno contundentes. Una
corrupción generalizada que provocó la quiebra de facto de la entidad.
Por mucho menos de
todo lo que ha pasado en Veracruz durante este sexenio, han caído gobernadores
y autoridades de diferentes niveles. En esta entidad, no pasa nada. La
impunidad es abrumadora, hiriente, asquerosa.
El daño que Duarte de
Ochoa le hace al estado de Veracruz manteniéndose al frente de la
administración estatal es de proporciones gigantescas. Y si eso no les importa
a sus protectores en el Gobierno Federal y en la nomenclatura priista, quizás
sí les preocupe el lastre que en términos político-electorales les representa
en un año donde habrá comicios para renovar gubernaturas, la veracruzana
incluida.
Javier Duarte es
insostenible como gobernador.
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