Por Héctor Tajonar
Después de dos siglos de vida independiente, México sigue siendo un país pobre con una penosa desigualdad social. De acuerdo con los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), el índice de pobreza en 2008 fue de 42.2 por ciento (%) de la población, equivalente a 47. 2 millones de mexicanos; de ellos, 11.2 millones (10.5% de la población total del país) padecen pobreza extrema y 36 millones pobreza “moderada”. En las ciudades viven 32.1 millones de pobres y 15.1 millones en el campo, es decir, 38.8 por ciento de la población urbana y 36.4 de la rural sufre pobreza. El porcentaje de pobreza aumenta a 96.9 por ciento —prácticamente la totalidad— entre la población indígena. Los niveles de penuria también varían de acuerdo con la zona geográfica del país, por ejemplo: mientras la pobreza afecta a 76.7% de los habitantes de Chiapas, en Sonora sólo 26.7% es pobre (Fernando Cortés, “La Medición oficial de la pobreza en México”, Este País, marzo 2011).
El censo del año pasado contabilizó 112 millones 336 mil 538 mexicanos. El número de viviendas registrado es de 35 millones 617 mil 724, de las cuales más de 90% cuenta con energía eléctrica, agua entubada y drenaje; sólo 6.2% sigue teniendo piso de tierra. El 92.6% de las viviendas tienen televisión, 82.1% refrigerador y 79.5% radio. En 45% de los hogares hay un automóvil, en 43.2% teléfono y en 29.4% computadora (INEGI, 2011).
Inferir de esas cifras que México es ya un país mayoritariamente de clase media me parece tan apresurado como el sesudo cálculo del recién destapado secretario de Hacienda, de que con 6 mil pesos mensuales les alcanza a las “familias luchonas” para tener casa, coche y escuela privada para los hijos.
De acuerdo con datos del anexo estadístico del tercer Informe del presidente Calderón, dados a conocer hace unas semanas por José Luis Reyna en estas páginas, sólo 20% de la población que trabaja puede ser considerada de clase media, al tener un ingreso de entre 10 y 14 mil pesos. La mitad de la población ocupada gana 4 mil 800 pesos o menos, y sólo 4.3% de la población que trabaja tiene ingresos superiores a 18 mil pesos mensuales.
Otro dato del censo: el porcentaje de la población de 6 a 14 años que asiste a la escuela aumentó de 85.8% en 1990, a 94.7% en 2010. No obstante, la calidad de la educación es ínfima: México sigue ocupando el último lugar en las pruebas PISA de lectura, matemáticas y ciencias, en la que participaron 34 países el pasado diciembre. (Muñoz Izquierdo y Ulloa, “Últimos en la prueba PISA”, Nexos, mayo 2011).
Desde la época del desarrollo estabilizador, en los años 50 y 60, México no ha tenido altos índices de crecimiento económico sostenido. Con el “desarrollo compartido” de Echeverría y la “administración de la abundancia” de López Portillo comenzó la debacle que dio origen a las crisis y devaluaciones sucesivas de los que aún no acabamos de recuperarnos. En 1994, año en que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y del ingreso de México a la OCDE, el país era considerado paradigma del Consenso de Washington, por haber adoptado las políticas neoliberales propuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para las economías emergentes y avanzadas. A fines de ese mismo año fatídico ocurriría el inolvidable “error de diciembre”, concepto acuñado por Salinas en su infructuoso esfuerzo por eximirse de responsabilidad en la crisis económica originada en la política de su gobierno.
Entre 1985 y 2008, México tuvo un crecimiento per cápita promedio de apenas 1.1 por ciento anual, el más bajo de un comparativo entre 13 países del sudeste asiático, Europa central y del este, y de América Latina, sólo por arriba de Venezuela. En un texto titulado “¿Por qué México no es un país rico?” ( octubre 2010, NBER), el economista Gordon Hanson postula que las razones del estancamiento económico del país podrían ser las siguientes: deficiente disponibilidad de crédito, persistencia de la economía informal, formación de monopolios privados, pésimo sistema educativo y exportación de productos que China vende, no de los que compra. A ello habría que agregar la miseria política del país, de ayer y de hoy: la irresponsabilidad de una élite política —y empresarial— abusiva e incompetente, corrupta e impune.
¿Merecemos los gobiernos que hemos padecido?
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