Ricardo Raphael-El Universal“No importa tanto el fruto del agua, sino haber caminado hacia él”. Con esta frase resumió el poeta Javier Sicilia la experiencia de haber recorrido más de 3 mil kilómetros de tierra dolorida al frente de lo que terminó llamándose la Caravana del Consuelo.
Cuando anunció que marcharía hasta Ciudad Juárez —epicentro del dolor— muy probablemente este hombre no sabía lo que ahí iba a encontrar. De un lado ofreció firmar ahí un pacto para rehacer la república y, por el otro, pidió a los familiares de las víctimas de la violencia que hicieran de esta jornada una expresión audible y junta de su angustia. Aparentemente los dos pedimentos eran compatibles. Y, sin embargo, durante el camino se hicieron contradictorios.
Cada lugar visitado fue anfiteatro para la catarsis. Son ya tantas las dolencias íntimas apiladas por la violencia y el odio. Por decenas se fueron acumulando los testimonios del horror, escuchados sin limitación por los participantes de la caravana. Quedaron grabadas cerca de 40 horas de historias, una más desgarradora que la otra.
Los hijos jovencísimos que desaparecieron sin rastro. La policía que no hizo nada. El secuestro que terminó en tragedia. La autoridad negligente. El asesinato que produjo orfandad. El expediente ignorado. Policías desaparecidos en Santa Catarina. El silencio. La hija de 14 años que se esfumó en pleno día. Una más. La profesora Ana, injustamente encarcelada. No importa. La abuela que reclama por sus nietos. Importa aún menos. A coro responde la caravana: ¡no estás sola!, ¡no estamos solos!
Dos abstracciones surgen como responsables de los hechos: “Los señores de la muerte y los señores del poder”. Con estas palabras, don Sicilio (así llamaban a Javier Sicilia algunos de los familiares de las víctimas) dejó en claro que de esta situación son responsables los criminales, pero también las autoridades.
Esta caravana recordó en mucho al movimiento de las Madres de la Plaza de Mayo, que tanta fuerza moral aún tiene en Argentina. A cada paso las razones de este movimiento se fueron haciendo evidentes: había que volver audibles las incontables historias personales de dolor que la guerra y la violencia han dejado recientemente en México. Convertirlas en un grito simultáneo y colectivo. Esta caravana urgió a abandonar el murmullo temeroso para trocarlo en la voz digna y fuerte que puede derrocar a la barbarie. Otorgó a las víctimas el lugar privilegiado que antes nadie había querido darles.
Junto con las exigencias derivadas del dolor personal, se ha impuesto a este movimiento que también se constituya en un proyecto político de amplio alcance.
Las voces de lo político quieren la desobediencia civil, quieren cero diálogo con el gobierno, exigen que el presidente y hasta el último de los gobernantes renuncien.
Desde esta trinchera la boca se llena de lugares comunes: prédicas anti-neoliberales, antiestadounidenses, antitratado de libre comercio, anticualquier cosa que antes se haya escuchado en las reuniones sociales.
No falta, desde luego, la diatriba ya muy aburrida entre quienes están con el espurio o están con el legítimo. Retórica que hasta hoy no ha llevado a ningún lado.
El dilema al que se le ha emplazado no es sencillo.
De un lado están las víctimas y sus familiares que necesitan ser escuchados desde ya por la autoridad, que quieren conocer los expedientes judiciales, tan celosamente escondidos, que exigen una investigación seria y constitucional, que suplican por una acción precisa de los jueces y la justicia.
En Ciudad Juárez, unas y otras, las voces de víctimas y la obsesiva política extremista se dieron cita para intentar discutir sobre los puntos que les unen. En horas que fueron muy escasas para asegurar un diálogo sincero se hizo un documento contrahecho que no logró colocar con suficiente dignidad la tristeza de los doloridos.
Si algo quieren los familiares de las víctimas es que el gobierno les dé puntual respuesta a sus demandas. El deseo es colocar al poder contra las cuerdas para que reaccione a favor de las personas. Lo fundamental para ellos es que las instituciones dejen a un lado la soberbia, la corrupción y la negligencia.
Para lograrlo sólo cabe usar la fuerza que la voz adquiere en el diálogo. Y, sin embargo, esta posición perdió.
Analista político
Tengo para mí que en el documento de Ciudad Juárez ganaron las razones de la política y no las de las víctimas. Acaso fue por ello que Javier Sicilia comenzó su discurso diciendo: no importa tanto el fruto del agua como haber caminado hacia él.
No obstante, el fruto —el pacto de Juárez— había despertado muchas expectativas. Hoy su esquizofrenia sacrificó lo esencial por lo secundario. La política absoluta tomó privilegio sobre el dolor más genuino de quienes acudieron a pedir consuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario